Kabalcanty
Brayan el inesperado (Parte 1ª)
Hacía una semana que nos habíamos mudado a la casa. Estaba alejada del mundanal ruido, en un pueblo poco poblado del sur de la capital, como nos parecía lo adecuado en la circunstancia en la que se encontraba el país y el mundo. Se llegaba a la entrada por un camino empinado, serpenteante dejando orillado al núcleo del pueblo, lo cual me pareció un inconveniente aunque, como bien me dijo Alberto, de lo que se trataba en esta nueva residencia era de mezclarse lo menos posible con el resto de los habitantes; por lo tanto sufrir la cuesta sólo lo padeceríamos en casos extremos. Nos había salido bastante económica ya que se encontraba en bastante mal estado y tendríamos que emplearnos a fondo en rehabilitarla. Eso, en el fondo, era un acicate pues nos serviría para entretener el día a día además de acondicionarla a nuestro gusto y necesidad. Alberto era bastante manitas, un "aparejador albañil" como le decía su padre, que en gloria esté, cuando se lanzó al arreglo de nuestra casa de recién casados. La verdad es que dejó la casa hecha un primor, moderna y funcional además de ser la envidia de todo aquel que la visitaba. Puede, pensándolo bien, que esa faceta suya de mañoso influyó en mi sentimiento juvenil hacia él, dada mi nulidad como habilidosa mujer y mi propensión a la inercia perezosa, y siendo sincera a estas alturas de mi vida, era lo único que reconocía ya como cualidad de mi marido.
Habíamos decidido, más bien Alberto que yo, que comenzaríamos por arreglar el suelo irregular de la casa repleto de baldosas rotas, movibles o, sencillamente, ausentes. Estábamos en el comedor, unido a la cocina por un arco que, en su mitad, se abría en una ventanita con un amplio poyete a modo de barra, Alberto batía la mezcla en un esportón y yo le pasaba la baldosas nuevas que nos trajo dos días antes un transportista del pueblo referencia de la zona. Me fijaba en la entrega de su trabajo: su frente ancha sudorosa, sus ojos vivos enterrados en la masa y los golpecitos leves ajustando la baldosa a su hueco moviendo los antebrazos de forma armoniosa. Encorvado en cuclillas, le miraba el inicio del culo desde el borde tenso de su pantalón de faena.
— Me resultas sexy así, currando, sudoroso. Tiene su puntito.
Le dije acarreando las baldosas, intentado espontaneidad en mis frases como si fuese algo que no llevara excitándome rato.
Alberto apenas sonrió, hizo un mohín con la mitad de los labios y siguió impertérrito con su quehacer.
Tras veintiséis años de casados, sin la excusa de hijos de por medio, esta apatía suya por el sexo siempre me irrita. Joder, si pusiera todo el empeño que pone en las baldosas en mi cuerpo sería la mujer más satisfecha de este mundo infectado. Pero no, él antes enamorado de su trabajo como aparejador municipal y ahora, prejubilado y huido de las zonas más infectas por la pandemia, es abúlico en un grado exasperante. Se niega a ir a un psicólogo, a una terapia de pareja que nos acerque, o tal vez al médico que le recete algo que le espabile la lívido, que la mía está más que activada, pero es inútil. "Ahora mi apetito sexual es sosegado, minucioso, conforme a los años que soportan mi cuerpo, y ese parón en la frecuencia me da más goce; es como deleitarse de verdad, pleno, sin rutinaria continuidad", decía a modo de excusa poniendo cara de entendido. Yo pensé que aquí, quizás, acaso…. mas sólo trabaja, come y duerme a pierna suelta, o sea igual que de costumbre.
Hemos cenado al runrún del televisor que nos trajimos de la ciudad, silenciosos, él cansado "de pavimentar", yo soñando con un buen polvo. Se ha lavado los dientes con entrega, como siempre lo hace, y se ha frotado las manos con gel hidroalcohólico antes de meterse en la cama. Bostezando me ha besado en la mejilla. Le he visto alejarse por el pasillo, repleta de desconchones la pared, de tiras de pintura colgando del techo, hasta que ha cerrado la puerta de la habitación con sumo cuidado.
Es en ese preciso momento, cuando me quedo sola por la noche viendo las últimas bobadas que dan por televisión, al igual que antes me ocurría en la ciudad, es cuando me lleno primero de angustia y mala leche para después olvidar su destreza natural, que ya no me incluye, y acumular violencia en un desprecio que me impulsa a retorcerme las manos como si fuese su cuello indolente. ¿Se puede aborrecer tanto a alguien que se amó? Igual sí, pero más no. Vivo acomodada a su presencia, aburrida, insatisfecha, imaginando lances excitantes mientras me masturbo en el baño e incluso, como en esta misma ocasión, aquí mismo tapada las piernas con una manta mientras a duras penas veo la risa falsa del presentador de televisión.
Todo iba a cambiar en la tercera semana. Seguíamos nuestra cotidianidad soporífera: yeso para acá y para allá, baldosas, azulejos, pinturas, comidas, cenas y sueño profundo. A mitad de semana, miércoles o jueves, mientras desayunábamos café soluble con las tostadas del pan sobrante del día anterior untadas con tomate natural o azúcar, Alberto me comentó algo que en un principio no di la relevancia que tendría para mi vida futura.
— ¿A qué no te imaginas lo que pedí anoche por internet?
Dije varias cosas, todas relacionadas con el trabajo de remodelación de la casa, y él negaba poniéndosele una sonrisita impertinente que me estaba empezando a cabrear.
— Un ayudante incansable para que nos eche una mano en todo este follón que tenemos por delante.
Dijo, abriendo las dos manos como si abarcara la casa entera.
No tenía ni idea a lo que se refería.
— El androide multiusos "Brayan", ese que anuncian en La Tienda en Casa. No es tan caro como pensaba y, supongo, que nos servirá de gran ayuda además de ser totalmente higiénico. ¿No crees?
Pensé que estaba mal de la cabeza, que su nulidad sexual había anegado sus neuronas hasta convertirlas en viruta.
— Lo traen por Amazon el lunes que viene.
Comentó buscando el gesto de mi aprobación sosteniendo su taza por el asa.