Carlos Regojo Solla
Ladronas
Aleluya!, ¡albricias! Esta mañana encontré la zapatilla, del pie izquierdo, desaparecida desde hace poco más de una semana; un poco deshilachada, eso sí; pero bastante entera, y dignamente apta para seguir ejerciendo su función protectora durante los inmensos desvelos protagonistas de mis noches convertidas en jornadas activas, prolongadas tras el primer café de las tres (a.m.) hasta el último de las siete, cuando saco a la calle a la bellísima ladrona para que haga sus "cosas" luego de haberme acompañado, a mis pies, fiel y dulcemente, durante las horas de silencio en las que leo, escribo, juego, medito, selecciono fotografías o escucho música, todo ello en la placidez y plenitud más relajante.
He descubierto la noche, el valor de esas horas que casi nadie quiere vivir en el activo físico. Pese a reconocer que es una anomalía, lamento no haberlo hecho antes. ¡ Tantas horas perdidas!
No hay nada igual a ver amanecer. Sentir la vida en ese tiempo casi en exclusiva te da una sensación de propiedad: escuchar como van despertando los pájaros, el ruido "escandaloso" de los volquetes de los camiones del servicio de limpieza y las voces de sus funcionarios; la llegada del vehículo del repartidor de prensa y como abre la puerta de acceso al bloque; el "zip zap"de los aspersores de riego soterrados en los parterres próximos expulsando una lluvia finísima; las voces tempranas -pero de última hora- de algunos dueños de mascotas llamando a éstas e instándolas a que alivien la tripa, …
Es un despertar in crescendo, que termina en un bullicio notorio cuando la luz natural se apropia de la escena y las farolas se apagan automàticamente en su relevo al atisbo de la primera claridad. Es, es…, el momento de la pregunta: ¿dónde estaba la vida consciente hasta entonces?
Sabía que la encontraría (la zapatilla), tarde o temprano, y en ese convencimiento no me deshice de la otra ( obviamente,la del pie derecho), la cual, casualmente, me sirvió como cebo. El caso es que mi ladrona, más lista que un ajo, cual córvido ávido de oropeles, tenía un escondrijo tras un pequeño mueble de jardín que tengo en el balcón, en el que guardo herramientas, macetas y variedad de utensilios en fase previa de paso al desván, donde dormitarán inútilmente un tiempo, tal purgatorio consumista, antes de terminar en el punto limpio del polígono industrial "O Campiño", al pie de los viejos "ochomiles" en la lobuna Fracha de mis pateos, destino final de todo aquello que durante un tiempo me apena tirar por si acaso me llegase a servir en un momento determinado.
Con la pantufla recupero también un par de juguetes de mi nieta Victoria, un ángel de ojos limeños que miran picarones, tan "puppi" como la ladrona. Recordándolo se me escapa una sonrisa por no saber a ciencia cierta quién escondió qué cosa, y con la sonrisa, me invade el convencimiento de que ambas me han robado el corazón.