Paco Valero
El espejo de Islandia
Sergio Lloves, el portero del Pontevedra, descubrirá pronto que Islandia es un país diferente. Solo pasé un mes allí, y eso fue antes de la crisis que nos llevó a todos al borde del precipicio, también a los islandeses, pero mi conocimiento viene de más lejos: de las aventuras del Capitán Trueno y su novia Sigrid, reina de la isla de hielo, y de Julio Verne y su Viaje al centro de la tierra, que el escritor francés ubicaba allí, obras que despertaron en mí un interés siendo niño que luego procuré saciar; y sobre todo procede de una compañera de trabajo y amiga, islandesa, que vive ahora entre Reikiavik y Barcelona y que me dio a conocer la fortaleza de esa gente. Pero antes dibujaré cuatro estampas rápidas. En la primera me veo paseando por la calle principal de Reikiavik, mirando sorprendido a los cochecitos de bebés aparcados a las puertas de las cafeterías. La gente que pasa se detiene un momento para decirles algo y de vez en cuando sale una madre para poner un chupete o dar un biberón de agua. Luego comprobé que no hay tienda o servicio público que no cuente con un rincón para los niños: mesitas, sillas, juegos En otra, estoy en un cruce de carreteras entre la principal que circunda la isla y es de tierra y una perpendicular que acaba en un lugar remoto de la costa occidental. Me acabo de bajar de un autobús y espero otro, pero me quedan varias horas de margen y hago lo que me han recomendado: dejo la gran mochila en el cruce y me pierdo andando por un paisaje solitario, alfombrado de hierba y desprovisto de árboles, con la sola compañía de las aves que me sobrevuelan y que me acosan cuando me acerco a alguno de los nidos que han construido en las oquedades de la tierra. Al volver, la mochila seguía allí, y a la hora prevista llegó el autobús. Cuando subo, me atiende en inglés un joven de quince o dieciseis años, que de esta manera se gana un sueldo. Ya me habían explicado que es habitual que los adolescentes trabajen los meses de verano para que los adultos puedan hacer vacaciones. En otra estampa, me veo hablando con un periodista que ocupa un puesto directivo en la radio pública. Me dice que va a dejarlo y que se embarcará de nuevo en la pesca del bacalao. Le pregunto si eso no será un hándicap para su carrera. Y me responde: "¿Qué carrera?". Y en la última estampa, me veo mirando la televisión, que emite unas pocas horas al día. No entiendo nada, pero en las noticias se muestran imágenes de un acto de vandalismo: alguien ha roto el espejo para coches en la salida de un garage. Algo inconcebible. Luego viene el programa estrella: un anciano cuenta al presentador su vida; no es nadie conocido, pero el plano permanece fijo como si fuera un jefe de estado en su alocución navideña. Eso era de noche, en el horario estelar. Antes, por la tarde, había visto en la tele unos minutos de un partido de fútbol. Era femenino.
Algunas de estas estampas las asociamos en nuestros lares a un país "atrasado". Sin embargo, Islandia es uno de los países más ricos del mundo, incluso con la crisis: ocupa el puesto 17 del ránking mundial por renta per capita, con 40.401 dólares (España, con 30.620, ocupa el 28), y está en las posiciones de cabeza de la mayoría de los índices de bienestar, incluido el gobal de la OCDE, el primer puesto en igualdad de género, el país más pacífico del planeta, el mejor sitio para ser madre (junto con Noruega) Un bienestar alcanzado pese a tener una economía dependiente del bacalao (nada del otro mundo en comparación con el petróleo o cualquier otra riqueza natural), vivir bajo unas condiciones atmósfericas muy duras durante la mayor parte del año (sin ser extremas: lo de Iceland país de hielo es para desmotivar visitas poco amistosas, porque la isla está bañada por una corriente "templada" que atempera el rigor del cercano Círculo Polar Ártico), importar casi todo lo que consumen porque los cultivos no prosperan en la isla, y haber estado sumidos en una pobreza tremenda hasta bien entrado el siglo XX(Islandia se independizó de Dinamarca en 1944). En las cartas que el poeta inglés W.H. Auden envió desde la isla en la década de 1930 a su amigo Louis MacNeice cuenta que no hay un solo campesino que no disponga de un ajedrez, pero fabricado con espinas de pescado. Sin embargo, cuando yo estuve, en el 2000 si no recuerdo mal, del aeropuerto salían aviones con destino a todas las ciudades importantes del Continente europeo y de Norteamérica, en las calles de Reikiavik que con 200.000 habitantes reúne a dos tercios de la población del país encontrabas las mismas tiendas de lujo que en París o Nueva York, y podías degustar, si tu economía te lo permitía, los manjares más exquisitos en sofisticados restaurantes y las noches eran tan animadas que la pijería de Europa y Estados Unidos puso de moda encontrarse allí los fines de semana porque estaba a medio camino de los dos continentes. La isla vivía entonces la euforia del dinero fácil. El crédito casi regalado corría y la sobrevaloración de la moneda permitía comprar lo que se quisiera sin gran esfuerzo y muchos contrayeron hipotecas. Luego vino lo que ya sabemos, la gran crisis, en la que ellos también cayeron. Pero los islandeses no se quedaron quietos; se echaron a la calle y se negaron a asumir los desaguisados de sus políticos y elites económicas sin depurar antes las responsabilidades. Un tiempo convulso que ha permitido darle la vuelta a la situación: la economía crece de nuevo y se diversifica, sobre todo con el desarrollo de aplicaciones para móviles y aparatos informáticos, y el paro cae, aunque les sigue preocupando porque está en un 7% (sí, hay países donde ese porcentaje lo consideran inaceptable y le dan mil vueltas para bajarlo).
Sin duda, Islandia es un país diferente, forjado durante siglos en unas condiciones de vida tremendamente exigentes, mitigadas por unos valores muy sólidos de apoyo mutuo que están en la base del estado de bienestar moderno que han construido: educación y sanidad públicas, redistribución de la riqueza a través de políticas de gasto e inversión social, apoyo al talento y al esfuerzo individual, sostén activo de la cultura propia (no solo por parte del Estado, sino de todos los ciudadanos: es el país con el mayor índice de lectura del mundo) y apertura al mundo (mi amiga islandesa habla y lee, aparte de islandés, danés, sueco, alemán, español, inglés, francés y catalán, y sus dos hijas van por el mismo camino). Pero sobre todo, yo creo, como decía al principio, que su gran fortaleza es la gente: no creen que la vida les deba nada. Todo hay que ganárselo, día tras día. Eso no les impide cometer errores. Pero sí corregirlos. Es un buen espejo en que el mirarse.
19.07.2013