Kabalcanty
El pasajero del sueño (2ª parte)
— ¿Tenéis preparado el equipaje? -preguntó Julia, la esposa de Ramón. Ambos trabajaron en el antiguo supermercado cerrado hacía un par de años- Mudarse para siempre y tan lejos debe traeros quebraderos de cabeza a pares, supongo.
Era una tarde otoñal muy agradable: temperatura ideal, un ligero viento que traía la fragancia del césped y poca gente a nuestro alrededor. Pasaba algún que otro coche de la policía municipal pero no nos molestaba, las normas para evitar contagios habían cansado a todos por igual y todo era relajación sin preocuparnos nadie de las estadísticas de contagiados y fallecidos. Las noticias fatales habían dejado de oírse y casi todos optábamos por entretenernos con los contenidos que ofrecía Internet. Antes de que mi mujer le contestara a Julia, vi a una pareja que paseaba con esas nuevas mascarillas de importación estadounidense. Quedaban ridículas, con esa prolongada trompa donde se insertaba un filtro hipersensible, y costaban un ojo de la cara.
— Se supone que nos volveremos a ver en Marte -dijo Alex, abriendo de esa manera desorbitada los ojos a la par que elevaba las cejas hasta la raíz del cabello- Tarde o temprano nos juntaremos en algún parque marciano ¿no?.
Reímos todos aunque nadie estaba seguro de si viajaríamos todos los presentes o habría modo de mezclarse en aquel planeta. La manera de llenar las naves espaciales era muy aleatoria con la excepción de que todos los viajeros eran de la antigua clase media o de la nueva y amplia clase baja. Daba la impresión que se sorteaban las plazas sin atender lógica alguna.
— Os imagináis haciendo el amor sin gravedad -comentó Petula sin poder contener la risa. Era inglesa, de Leeds, y fue actriz hasta que los teatros dejaron de tener aforo. Divorciada, desinhibida, tenía siempre algo picante en la punta de la lengua.- ¡Un orgasmo entre las nubes! ¡Guay!
Reímos y algunos imitaron espasmos voluptuosos mientras representaban navegar por el aire.
Bromeamos y hablamos un poco más sobre el tema hasta que Alex sacó de su mochila el balón de rugby. Quedaba poco tiempo de luz solar y era el momento de tirarnos el óvalo y saber a quién le tocaba pagar la ronda de bebidas en el bar de Liu.
El juego consistía simplemente en lanzarnos el balón dentro de un amplio círculo que formábamos separados unos tres metros. El lanzador podía tirarlo a quien quisiese perdiendo aquel que no lo atrapara en dos ocasiones.
— Hoy le toca sacar a Yola -dijo Alex, enviándole el óvalo. Yola era soltera, la más joven de todos, trabajó de peluquera hasta que la gente dejó de ir a los establecimientos por miedo al contagio.
— ¡Atentos! -gritó Yola, poniéndose de puntillas.
Mientras se enrojecía la tarde, jugábamos desprendiendo jovialidad y entrega. Fue cuando me lanzó el balón Ramón, lo acaricié con las yemas de los dedos y lo perdí cayendo detrás del seto, el momento que paralizó mi vida.
Buscaba el balón entre los ramajes salpicados en la pradera del césped y la descubrí a pocos centímetros del óvalo. Estaba quieta, tal vez alerta por mi cercanía, y yo la escudriñaba atónito, incrédulo, helado. La misma araña que tanto poblaba mis sueños estaba junto a la puntera de mi deportiva. Era grande, como una albóndiga, y tenía las patas largas y muy finas retemblándole como si aguantara un peso excesivo. Podía sentirla recorriendo mi piel, clavándome sus patas filiformes y yendo a cobijarse en cualquier repliegue de mi cuerpo. Comenzaron a escocerme los ojos inundados de sudor. Sólo me faltaba mover algo el pie para saber si se comportaría al igual que en mis angustiosas pesadillas. Y así fue: cientos de arañitas pequeñas se desprendieron del cuerpo huyendo mientras la araña mater caminaba sesgada moviendo grácil su, ahora, escuálido cuerpo. Mareado, petrificado mirando cómo la araña se perdía entre los ramajes y las pequeñas entre el césped, una huida que me arrastraba al suplicio, me bullía la cabeza. Aquella escena me traía ahora un recuerdo que no era un sueño. Me recordaba con unos treinta años frente a la imagen del arácnido que había contemplado hacía unos instantes. Sin embargo, aquel joven parecía no ser el yo que era ahora, ni siquiera se parecía físicamente, pero esa remembranza, esa sensación, ese miedo era mío y esa vivencia pasada también lo era aunque cubierta de una espesa corteza. Me venía a las mientes ese joven con pelo largo, con un mono de trabajo amarillo con el logotipo de una empresa remarcado en azul cobalto encima del bolsillo, permanecía frente a la araña, espeluznado ante el desprendimiento de las otras diminutas, levantando los ojos horrorizados, desde una distancia remota e inexplicable, y encarando al viejo que yo era ahora. El sueño que me persiguió durante tantos años, haciéndome sudar y hasta gritar angustiado cuando despertaba, se volvía realidad y alguien, que era y no era yo, me devolvía la mirada desde una dualidad que se escapaba a mis pensamientos. Escuchaba amortiguadas las voces de los demás reclamando el balón para que siguiéramos jugando, sin embargo era incapaz de dar un paso. Cerré los ojos para no perder la esencia de la imagen que parecía reflejarse frente a mí, tenía que asegurarme que no se confundiera en mi cabeza.
Luego sentí la mano de mi mujer sobre mi hombro.
— ¿Te pasa algo? -dijo alarmada. Tenía los ojos agrandados y el semblante del apuro clavado entre las cejas- ¿Te sientes mareado? Nos vamos para casa ya.
Me excusé diciendo que había sentido una nausea debido al trajín del juego.
— Creo que comí demasiado pollo. -le dije por decir algo.
Nos despedimos apresurados de los demás que siguieron dándole al balón.
— Mañana no faltéis –gritó Toño- que tú no te escapas sin pagarnos la ronda que nos debes de hoy, mangurrián marciano.