Kabalcanty
El pasajero del sueño (3ª parte)
Aunque eran poco más de las ocho y media de la tarde, tuve que meterme en la cama y tomarme la infusión. Mi mujer me arropaba diciéndome que a nadie le podía sentar bien comer tantísimo pollo. Lo cierto es que molestaba verla tan solicita conmigo siendo una puta mentira mi dolencia. Pero no estaba preparado para contarle la verdad pues ni yo mismo entendía nada de lo que se cocía en mi cabeza.
— Trata de dormir así: a dieta y pensando que mañana será otro día.
Me dijo antes de cerrar la puerta de nuestro cuarto.
Mas, como era de esperar, no podía pegar ojo. El cuerpo hinchado de pequeñas arañas y las patas de alfiler retemblando eran el paisaje aterrador que contemplaba ese yo joven que sí y no recordaba. Di innumerables vueltas sobre el colchón mientras mojaba las sábanas con el sudor que parecía salirme de las entrañas. Tenía una idea clara, una pista a seguir, la única acaso, y me levanté sabiendo el estupor que causaría mi marcha.
En el comedor, mi mujer veía en el ordenador una serie de un médico instalado en Los Alpes, y algo más alejado, de espaldas a la ventana, mi hijo pequeño combatía en la tableta en algunos de sus juegos online.
— Pero ¡¿qué haces levantado!? -exclamó mi mujer, dando un respingo en el sillón. - La indigestión debe guardar cama por muy cabezón que seas.
Le expliqué lo que urdí en la cama: que llevaba unos días sintiendo la añoranza de ver otra vez las fotos antiguas; "De cuando éramos jóvenes y ese tiempo", dije tratando de forzar una sonrisita cómplice. "Supongo que será la típica cursilada que pasa a la hora de irse para siempre del lugar de toda la vida, ¿no crees?".
Tras unos instantes de indecisión, mi mujer asintió animada.
— Pero si te refieres a las fotos más antiguas, las de soltero, incluso las de los primeros años de novios, esas están en casa de tu padre en cds. -dijo ella- Si quieres, vemos algunas de las más antiguas que tenemos en los pen.
Esas no podían ser, las recordaba de sobra. Ella tenía razón: si deseaba hallar algo esclarecedor tendría que ir a la vieja casa de mi padre, no había otra.
Me deshice en razones para salir de casa alegando la intranquilidad que me supondría no ver esas fotos arcaicas; me agarré, cosa que hago cuando la ocasión viene peripintada, a mi antiguo estado depresivo, entre mis cuarenta y dos y cuarenta y cuatro años, para darle realce a mi antojo.
— Pero no te entretengas mucho, -dijo ella- que dentro de nada refresca y vas con una camiseta de nada.
Me puse encima una sudadera para templar gaitas.
En poco más de quince minutos estaba en casa de mi padre. La casa estaba en venta desde hacía años, pero la situación económica desastrosa que vivíamos no traía compradores. Tanto mi hermana como yo habíamos bajado el precio en muchas ocasiones sin obtener resultados. Allí seguía habitada por el polvo, la soledad y el puñado de recuerdos que lamían paredes y suelos. Habíamos dado de baja todos los servicios menos la red eléctrica por si algún posible comprador o urgencia nos llevaba a la casa de noche.
El portátil de mi padre seguía atrapado en su sitio y la montonera de cedés también. Soplé para despejar algo la polvareda e inicié el pc. Como iba a tardar una eternidad en cargarse el aparato, me puse a revisar las etiquetas escritas en los cedés. Tenía que encontrar fechas de entre cuarenta o cincuenta años atrás, aquellas en las que tuviera la edad aproximada del joven del mono amarillo que miraba pasmado la desbandada del cuerpo de la araña.
Encontré tres cds que podían valerme. Con bastante lentitud fui pasando las instantáneas escuchando una desalentadora ronquera que salía de los circuitos del ordenador. Fui recordando las etapas de mi vida con bastante escepticismo, sin dar con lo que yo buscaba. Pero fue en el año 2001 cuando encontré una foto muy significativa, sólo una. Tendría entonces veintiún años y aparecía junto a otros dos jóvenes vestidos también con los monos amarillos y el logotipo azul sobre los bolsillos. Se nos veía alegres detrás de una carretera en construcción pues se contemplaba maquinaria propia de obra a espaldas de nosotros. Sin embargo, no recordaba esa época de mi vida ni los compañeros de al lado como tampoco ese rostro de muchacho que debí tener en el pasado. Me resultaba más extraño ahora que, fehacientemente, constataba que quién observaba a la araña tenía que ser yo.
No le di más vueltas y busqué el contacto de mi hermana en el móvil. Aunque era dos años más pequeña que yo, tal vez me sacaría de alguna duda.
— Soy yo, tu hermano.
Apenas hablábamos desde hacía años. Sabía que ahora vivía en algún lugar de Cuenca, supuestamente divorciada y en una miseria similar a la mía. Poco más.
— ¡Madre mía, la de años, hermano! -exclamó soltando una risita nerviosa- Vaya horas para acordarse de una ¿Qué tal todos vosotros?
Entre otras cosas le conté lo más relevante: nuestro viaje a Marte.
— ¡Ostras, qué suertudos!
No entendía su regocijo ya que a nadie de los que allí residían escuché palabra a favor o en contra. Pero era habitual que la gente lo considerase como un premio.
Después fui al grano.
— Tú, trabajar, trabajar, poco; si acaso algo más que yo que es casi nada. Yo tenía entendido que eras poeta o escritor de esos pero que ese oficio te daba para pocos caprichos.
Hablaba para herirme, como siempre, y en ese instante me arrepentí de la llamada.
— Pero…. tú en una obra -hizo un inciso para reír sin tapujos- No te veo, hermano, ni por mucha imaginación que le eche.
Cuando colgué sentí alivio. No debí llamarla.
Con el cd en el bolsillo salí de casa de mi padre a la noche húmeda. Pasaba la medianoche. Hacía buena temperatura aunque la sudadera no me estorbaba. No se veía un alma, algún gato hurgando las bolsas de basura. Decidí volver bordeando el hospital militar y echando de menos un pitillo.