Kabalcanty
El pasajero del sueño (4ª parte)
Las carpas montadas para aliviar los demás hospitales de contagiados estaban deterioradas, abandonadas a su suerte entre camas desvencijadas y portasueros oxidados. El hospital militar hervía en lucecitas en todas sus doce plantas como un coloso achacoso que miraba escéptico sus pies inundados de lonas rasgadas y aparatos inservibles. Desde la Covid-19 los virus habían vivido su fiesta grande siendo los humanos meros juguetes a su servicio. Pensé, viendo la desoladora estampa alrededor del hospital militar, que esta Covid-27 y la 26, tan parecidas a las anteriores aunque menos agresivas, desalojaban en parte el planeta para su habitabilidad más profiláctica. Los humanos habíamos perdido la batalla y sólo quedaba retirarnos algunos para que otros vivieran.
Nada más pasar la valla perimetral del hospital, junto a una tapia medio derruida, vi un cobertizo en el que destellaba una mínima hoguera. Alguien se encorvaba hacia las llamitas frotándose las manos con energía. Seguí mi camino hasta que escuché que alguien me chistaba. Era una llamada débil, como de alguien que sólo deseaba que yo le escuchase, y comprobé que salía del cobertizo.
— Sí, joder, es a ti. -dijo la figura junto al fuego.
Era de noche y en una zona que no era toda de mi confianza, así que no me di por aludido.
— ¿Será posible que no me reconozcas? -volvió de decir algo airado- Claro, qué mierda, no haces caso de la voz de un pordiosero.
Me detuve. Escudriñé inútilmente la sombra rojiza junto al fuego.
— Acércate, "espárrago".
Aquel apodo me sonó remoto pero conocido. Me fui acercando sin quitar ojo a la silueta de la lumbre. Era un tipo de mi edad, supongo, aunque de aspecto avejentado y sucio. Tenía el cabello lacio, peinado hacia atrás, lo que le procuraba un pelo de punta como si llevase una corona de clavos. De su cuerpo colgaban prendas andrajosas que cubría en parte con una cazadora vaquera renegrida en sus puños y coderas. Observaba mi acercamiento arrugando los ojos entre una sonrisa confianzuda.
— Eres igual de corto que en el colegio -dijo a modo de bienvenida. Tenía los dientes negruzcos y el semblante nublado por una media barba muy cerrada- Soy Sánchez, ¿recuerdas?, el del colegio de Santa Isabel.
Me estaba pasando igual que con la araña: conocía a aquel tipo envuelto en su recuerdo pero no lo ubicaba en mi vida. Era mi propio desconocido en un mundo que habité pero que parecía tan lejano, incluso impreciso y estéril. Entre montoneras de pequeños matices, que creía propios porque mi mente los correlacionaba sin concretarlos, entreveía a Sánchez en la puerta del colegio fumando con descaro. Me resultaba molesta su imagen porque su agresividad tácita, su forma de estar tan omnipotente entre niños de once años, me intimidaba aún sin dirigirme la palabra. No le ponía rostro, sino un vago recuerdo que podía etiquetarlo sin desentrañar su contenido, un flash que me conducía a un borde conocido y seguro sobre un abismo ignorado.
— Reconozco que me pasé de rosca el día que te llené la camisita blanca a golpe de tinta de bolígrafo Bic -dijo irónico, luciendo sus dientes renegridos en una sonrisa ladeada- Llevabas poco más de una semana en el colegio. Es curioso que ni ese día ni el resto de los días que estuve en ese jodido colegio nos hablásemos. Curioso, joder, ¿no?
La imagen que describió la recibí plena de nitidez. La evocaba muda, sin protagonistas, como si el suceso formase parte de una memoria preconcebida encajada en un complicado puzle que debía llevar mi nombre.
— Siempre te odié por eso -dije por resorte- Creo que fue la primera vez en mi vida que vi el mal cara a cara.
Sánchez se dobló de risa. Sacudió varias veces su pelo tieso sobre la lumbre mientras sus carcajadas sonaban en un ahogado aullido.
— Es que eras tan panoli, "espárrago".
Esto último lo comentó hipando, golpeando sus raídos zapatones sobre el suelo preso de hilaridad.
Me sentí humillado, mancillado por ese tipo por segunda vez en mi vida. Me atormentaba su histriónica risita apoderándose de mí un odio que me hacía temblar. Cuando creí que me iba a abalanzar sobre él, salió de estampida saltando alocadamente todos los obstáculos abandonados que poblaban la tapia trasera del hospital militar. Perdido entre las sombras de la noche, escuché el hilo de su risita histérica desvaneciéndose.
Tuve que sentarme sobre un bidón viejo para recuperar el equilibrio de mis nervios. La lumbre chisporroteaba agónica. Se me antojó que su transitoriedad era un mensaje cifrado que se me escapaba en algo. ¿Me esperaba Sánchez? ¿Cómo logró reconocerme después de más de cincuenta años? ¿Qué me ocurría?
Entonces volví a verla. Escapaba veloz debajo de la lata de atún que guardaba los rescoldos de la lumbre. Caminaba imprecisa con sus patas de aguja y cargada con su prole de arácnidos diminutos. Tras unos instantes de titubeo, inició una carrera hacia donde yo me encontraba. Aterrorizado, salté del bidón y comencé a correr sin sentido alguno. La noche era una bóveda que me acogía voluntariosa mientras mi respiración se afanaba pegajosa en mi pecho. Se me pasaba por la cabeza estar volviéndome loco. ¿Tal vez el inminente viaje a Marte? No lo sabía. Podía ser. Pero, indiscutiblemente, me estaban ocurriendo unas rarezas que no conseguía tratarlas con la razón.
El esfuerzo de mi carrera terminó junto al semáforo de la rotonda norte del Pau. Apenas había tráfico a esas horas y nadie podía ver a un anciano recuperando el resuello agarrado al semáforo. Se me podría tomar por un beodo o un drogadicto que mantenía el equilibrio con ayuda del mobiliario urbano. Cansado, aturdido, desasosegado, deseé estar en mi cama al lado de mi mujer. ¿Era eso mucho pedir?