Kabalcanty
El pasajero del sueño (5ª parte)
— ¿Se encuentra bien, caballero?
Para mi sorpresa, tenía frente a mí a un agente municipal y, junto al bordillo de la acera, un silencioso furgón policial a gas natural.
— Tengo que recordarle que el toque de queda fue a las doce y usted sobrepasa con creces esa hora límite para transitar las calles.
El agente me hablaba con amabilidad pensando, seguramente, que era un pobre viejo beodo o con demencia senil.
Traté de enderezarme, todavía asfixiado por la carrera, y darle unas explicaciones tan peregrinas como absurdas para justificar mi presencia nocturna.
— Soy el vigilante de aquel garito, unas perras más para llegar a fin de mes -dije auspiciado por unas lucecitas que vi en la acera de enfrente.
El agente dirigió su mirada al sitio y, encogiéndose de hombros con escepticismo, me saludó llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin antes pedirme el carnet.
— Pues vaya a su trabajo y deje de vagabundear, señor. –dijo, áspero ahora, devolviéndome la documentación.
No dudé en cruzar y dirigirme a las lucecitas que me habían sacado del escollo. Lo cierto es que todo estaba cerrado (a medianoche estaba prohibidos bares, pub, salas de juego y todo lo concerniente al ocio nocturno. Era una medida antigua contra la propagación de los virus que ya formaba parte de la vida urbana) y era muy raro que algún negocio iluminase la avenida del Pau impunemente.
"Las brujas, pub", rezaba el cartel de las lucecitas. Entré concienciado de que una buena cerveza me vendría bien a esas horas. Había escasa clientela, dos o tres incondicionales que se apostaban modorros en la barra, y una pareja en una de las mesas. Había poca luz y sonaba una melodía, muy tenue, cantada por Édith Piaf. Cuando iba a acodarme en la barra, ella me llamó a voz en grito desde una mesa.
— ¿Ya no te acordabas de mí, tarambana?
Era una chica de pelo largo negro y unos ojos enormes muy expresivos. Había pronunciado la frase riendo con frescura y señalándome con humor como si yo hubiese querido gastarle una broma.
Me acerqué intimidado aunque sonriente.
— Anda, siéntate y que el camarero te traiga el gintonic a la mesa. ¿Qué pasó, te perdiste dentro de la taza del váter?
Fui reconociendo a mi mujer pero cincuenta años atrás. Le toqué el cabello como para cerciorarme que era real. Me observaba risueña mientras me cogía la mano para apretarla contra si de manera emocionada. Luego nos besamos. Aquel beso me trasportó a un recodo de la felicidad que tenía olvidado. Ahora sí que ya no era yo. Trenzando nuestras lenguas con dedicación, sentí que rejuvenecía por momentos. Mientras nos besábamos, dejé de pensar para sumergirme en esa sensación que me hacía flotar sin atadura ninguna. Parecía un beso eterno que borraba todo y, a la vez, abría una puerta a una ligereza dichosa que me llenaba de vida. "Te amo", le dije arrebatado por su presencia, su olor, su beso inacabable. Nada ni nadie existía alrededor, sólo éramos dos y con todo el tiempo y el mundo a nuestros pies.
Cuando separamos nuestros labios, suspiré cerrando los ojos…… luego, cuando decidí abrirlos, me vi sentado en el bordillo de la avenida del Pau. Las lucecitas habían dejado de alumbrar la acera porque ni siquiera allí había un pub. Estaba yo solo y los locales de los bloques de pisos cerrados a cal y canto. La noche era clara y debía volver a casa sin saber ya si sería mi casa.
Anduve cuesta arriba escondido, pegado a las fachadas de los edificios aprovechando la oscuridad donde no llegaban las farolas, porque encontrarme de nuevo con la policía sería ya un serio problema. Aunque sufrí una decepción al disolverse la alucinación (así la califiqué) del pub "Las brujas", me envolvía el gozo por haber vuelto a vivir aquel beso maravilloso. Según ascendía la calle, llenaba el pecho de aire para soltarlo en una bocanada de plenitud que me hacía sentir las piernas ágiles y la mente llena de mariposas de múltiples colores. Cerraba los ojos y descubría la sonrisa de ella y los labios relucientes recientes de beso. Me abrazaba, casi sin querer, deteniéndome para saborear la escena, y encontraba sus caderas estrechas y su pecho latiendo junto al mío. ¡Estaba enamorado y deseaba gritarlo a la noche, al mundo entero!
En pleno grito salté para esconderme en el recoveco de un portal. La sirena de la policía pasó rauda dejando una estela azulina. Sonriendo, agachado junto al portal, me dije que debía de moderar mi alegría si quería llegar junto a la mujer que me esperaba cincuenta años después.
Cuando alcanzaba el portal de mi casa me frené en seco. Estupefacto vislumbré la araña del tamaño de un gato que jugueteaba en círculo bajo la luz de una farola en la puerta de mi portal. Le costaba moverse por la carga de las otras arañas pequeñas, sin embargo no paraba su rotación como si estuviese enloquecida.
— ¿No te dije que el niño te había salido gilipollas?
A mi espalda dos hombres, vestidos con un sayal negro, me escudriñaban impasibles. Me sonó la voz del más anciano pero no caí en la cuenta hasta que no habló el otro en tono lastimero.
— Siempre fue un miedica para los bichos. Pero era buen chico, padre, reconózcalo.
Mi abuelo y mi padre estaban frente a mí. Mi padre había engordado al contrario que mi abuelo. "Joder, la muerte les sentó de manera diferente", me dije examinando sus fachas. A mi padre le salía una panza generosa que abombaba el sayal. Tenía el cabello de un blanco nieve al igual que su padre y ostentosamente largo.
Presuroso mi abuelo fue hasta donde estaba la araña y de un puntapié la mandó hasta el asfalto. Allí el arácnido echó a correr despavorido y su carga se dispersó en todas direcciones bullendo repulsiva.
— ¡Hostia, padre, que luego se le va la tensión a casa Dios!
— Pero asunto solucionado, recopón, y no andar "cagaito" de miedo por una "jodia" araña.
Uno de cada brazo, sin mediar palabra, me metieron en el portal. Mi padre, tras titubear en la oscuridad, dio con el pulsador de la luz.
— Entre que cada vez los hacen más pequeños -dijo entre dientes- y que uno ve menos que Pepeleches.