Kabalcanty
El pasajero del sueño (9ª parte)
Yo vivía en un extrarradio al sur de la ciudad repleto de gente obrera necesitada que, tras las oleadas de los virus y el imparable deterioro económico, sobrevivían de forma miserable viendo el futuro como una amenaza, pero el barrio que habitaba Karmelo lo superaba en penuria. Mientras caminábamos hacia el garito de Izan, ese mediodía otoñal y soleado, vi la pobreza y la estrechez de una forma tan palpable que dolía. Los detritos recorrían las calles en un reguero nauseabundo haciendo el aire irrespirable. Niños desarrapados corrían jugando entre toda clase de cachivaches inservibles, amontonados en piras olvidadas, mientras los adultos se juntaban en las aceras al calor del sol. Todos tenían la mirada triste y torva como si todo el desconocido que frecuentara sus calles fuera de alguna manera culpable de su pobreza. A lo lejos, a la entrada del barrio, habían erigido una valla con somieres y toda clase de trastos metálicos como frontera.
— Es para dificultar el paso de los militares o de los polis -me comentó Karmelo notando mi curiosidad- Esta gente está cansada de bailar siempre con la más fea. Esto que dicen democracia en este país se ha convertido en un negocio de unos cuantos que viven saludables, contentos y protegidos por esos que no queremos que vengan por aquí.
Mi cazadora de polipiel me empapaba la camisa de sudor convirtiéndose en una frialdad que no era debida a la buena temperatura del mediodía sino al espectáculo penoso que contemplaba. Karmelo comenzó a contarme un proyecto de teatro que tenía previsto con la asociación vecinal del barrio, sin embargo nada acaparaba mi atención tanto como nuestro desolado alrededor.
El tugurio de Izan era una semichavola enclavada al final de una calle en cuesta. Tenía las paredes revestidas con la misma tosquedad que las mesas desperdigadas antojadizamente en un recinto de no más de cuarenta metros cuadrados. La barra consistía en un largo pedazo de madera apoyado sobre cuatro barricas. En las paredes había litografías de Che Guevara, Evo Morales, Hugo Chávez y Roberto Añón, el candidato izquierdista y eterno opositor al gobierno de nuestro país.
Izan, sonriente, nos saludó a voces nada más atravesar el umbral del garito.
— ¡Paso al abertzale amerikarra! -gritó agitando los brazos.
Izan tenía un rostro mofletudo y colorado y se cubría la calva con una chapela de considerables dimensiones. Tenía un paño mugriento sobre el hombro con el que se secaba sus poderosas manos con insistencia.
Se saludaron el vasco y comentaron alguna noticia de su tierra.
— Entonces…. a txikitear con el txakoli del osaba Izan y unos pintxos-potes bermeoko bakailaoarekin, pero auténtico, eh. -dijo Izan con su voz atronante y poniéndose manos a la obra.
— Así pues que sea, anaia. –contestó Karmelo.
Escogimos una mesa en un rincón oscuro que olía a vino agrio.
La conversación, inevitablemente, se condujo a nuestro viaje a Marte del próximo día, entretanto Izan nos colocó un porrón con postin ardoa "para hacer boca", diciéndonos que ese caldo sólo se lo ofrecía a auténticos herrikideak. A mí me supo a lo mismo que olía mi entorno.
— Entonces es ya muy serio el que os vais toda la familia -dijo Karmelo, dándole el tercer tiento al porrón.
No quedaba otra opción, cuando te notificaban para embarcarte a ese planeta negarte era pena de cárcel.
— ¿Y por qué no mandan a los aberatsa? Eso me escama, compadre, que los que poseen el capital se quedan aquí. No lo dice nadie, pero todos lo sabemos.
Tenía razón, pero la sociedad estaba tan desmembrada y extenuada que nadie reaccionaba a no ser pequeños grupúsculos que se disolvían a base de policías o militares bien pertrechados.
Con los pinchos de bacalao de Bermeo y varios porrones con "ese vino de postín", la charla comenzó filosofando para terminar con una declamación improvisada de unos poemas antiguos de Karmelo a los que añadí algunos de mi cosecha. Mi amigo, con el sombrero americano ladeado y lanzando perdigones a diestro y siniestro, y yo recitamos poemas alternativamente cogidos de los hombros en mitad del tugurio. La gente nos aplaudió tan enfervorizada de alcohol como nosotros e Izan, al final, hizo una glosa, subido en la barra pajaritera y con la chapela en la mano, que inició diciendo "para estos dos poetas que, para desgracia de la cultura, no tienen ni dónde caerse muertos".
Con la tranquilidad (y la modorra, todo hay que decirlo) vinieron unos cafés cargados. Desde que llegué a casa de Karmelo tenía una idea entre ceja y ceja que, aunque no tan perentoria como mi despedida de la Tierra, sabía que surgiría en un momento u otro. Confesarle esa actualidad que me confundía entre sueño y realidad y que me hacía sentirme extraño aunque trataba de racionalizarlo. Me urgía contarlo ante una persona que suponía podía comprender esa dualidad. Así que, mientras removía su café soñoliento, le expliqué mi experiencia sin omitir nada. Me observó unos segundos con los ojos papujos y rojizos.
— ¿Estabas curda entonces? -me preguntó, ahogando un bostezo.
Le dije que claro que no y que lo que más me descolocó fue que mi mujer participó de forma explícita aunque se desvinculara esa misma mañana.
— El límite del sueño está muy cerca de la vigilia -dijo con una vaguedad alcohólica- Pienso que, tal vez, tu inminente viaje tenga algo que ver. Es como si quisieras recuperar tu pasado antes de marcharte, la pereza de empezar de cero. ¿Me explico, aitabitxia?
A través de la puerta de entrada a la tasca de Izan entraba el resplandor blando de un sol decadente.