Valentín Tomé
Res publica: El gran experimento social
En el campo de la Ciencia parece existir una falla insalvable entre las llamadas Ciencias sociales y las naturales; de tal manera que incluso existen filósofos o científicos ortodoxos que consideran que las pertenecientes al primer campo no deben ser tomadas como Ciencia en un sentido estricto. La primera objeción a las Ciencias sociales concierne al tipo de intervención que tiene la experiencia en estas disciplinas y, en particular, a la posibilidad y conveniencia de aplicar métodos experimentales. La objeción se centra en la dificultad de diseñar y realizar experimentos en el campo de lo social. En tanto que en las ciencias fácticas ortodoxas la experimentación constituye el terreno más propicio para la formulación y testeo de hipótesis, en las ciencias sociales tal cosa no siempre es posible fácticamente o admisible desde el punto de vista ético. No podemos hacer experimentos con personas, con grupos sociales o países, sino que la ciencia social tiene que conformarse con experimentos naturales (que ocurren por azar) o experimentos de laboratorio (muy distintos a la realidad). La lógica es que con una evidencia experimental tan pobre no es posible hacer Ciencia de verdad.
Si bien, estas dificultades para recopilar información empírica lo más objetiva posible sobre el fenómeno a estudiar puede parecernos a primera vista una dificultad de primer orden, no debemos olvidar que la falta de experimentos a gran escala tampoco es exclusivo de las Ciencias sociales. Así, basta pensar en la teoría de la evolución, una rama de la ciencia casi arquetípica, pero que surgió y avanza sin apenas experimentos. Y lo mismo le ocurre con el estudio del origen del universo. Son fenómenos de difícil experimentación. El estudio de la salud enfrenta problemas casi idénticos —uno no puede intoxicar con plomo a la gente durante décadas para medir sus efectos a largo plazo, ni exponerlos a microondas u obligarles a comer diez huevos por semana a ver qué tal sientan—. Lo habitual es que el conocimiento sobre qué nos mantiene sanos se obtenga de experimentos naturales y metaestudios de difícil control. Observamos, por ejemplo, que en Asia la obesidad es un problema menor, pero cuesta averiguar si es gracias a sus hábitos, sus genes o a que consumen poco azúcar.
Por último, existen multitud de ocasiones en las que de manera natural surgen "experimentos sociales" en los que el científico social puede actuar como un observador atento y poner a prueba sus hipótesis sobre el fenómeno que está estudiando. Una fuente de experimentación importante son los llamados "realities"; esos programas televisivos en los que bajo la forma de concurso se expone a los sujetos a situaciones extremas, atípicas o paradójicas. Así, por ejemplo, un científico social podría usar los programas de Gran Hermano para estudiar las iteraciones humanas entre desconocidos en un entorno de obligada convivencia, Supervivientes para testar sus ideas entorno a la división sexual del trabajo en un contexto de carencia material y extrema necesidad, o La isla de las tentaciones para investigar la importancia de la fidelidad sexual en las relaciones de tipo monógamo. Si bien es cierto que en el mundo académico hacer uso de estas fuentes para investigar diferentes campos de lo social no es algo que goce de respetabilidad, no por ello el científico social deja de disponer de ellas para profundizar en sus investigaciones aunque sea de manera "privada e inconfesable".
Lo que sí parece haber pasado desapercibido a muchos científicos sociales es la celebración del que probablemente sea el mayor experimento social de todos los tiempos. Me refiero a ese 14 de Marzo de este año donde el Gobierno declara el estado de alarma en todo el territorio durante 15 días con medidas de severa restricción al movimiento de personas y la actividad económica. Estado que finalmente se prolongaría durante 99 días. Aunque sin duda la fase más dura de este estado excepcional se vivió desde ese 14 de Marzo hasta el 4 de Mayo, momento en el que arranca la fase cero de la desescalada. Durante casi dos meses, los españoles permanecieron confinados en sus viviendas pudiendo abandonar la misma únicamente para llevar a cabo gestiones fundamentales para su vida diaria, y la economía se redujo al desarrollo de las llamadas actividades esenciales.
Sin duda, una de las primeras conclusiones del experimento es que a pesar de que el 90% de los trabajadores dejaron de acudir a su trabajo, el agua seguía saliendo del grifo, los interruptores de la luz seguían funcionando, la nevera se podía seguir llenando (dentro de las posibilidades de cada cual) …; es decir, ¡las necesidades básicas estaban cubiertas pese a que la amplia mayoría de personas había dejado de trabajar! . Todo aquello iba en contra de todo lo que habíamos aprendido sobre la necesidad de trabajar cada vez más y la imposibilidad de estar parados. No conozco mejor demostración de lo que algunos defendemos desde hace mucho tiempo: en un mundo altamente automatizado, con un gran desarrollo tecnológico, el ser humano se puede permitir el lujo de descansar, de reducir su jornada laboral, y disfrutar ampliamente de la vida para el desarrollo de su libertad. Al mismo tiempo, multitud de personas estaban realizando labores altruistas en su hogar, fabricando EPIs caseros para que nuestros sanitarios pudiesen disponer de ellos, o incluso equipos médicos como respiradores. Y por si todo esto fuera insuficiente, todo aquello estaba teniendo lugar mientras se producía una reducción drástica de las emisiones contaminantes en las ciudades más pobladas del país.
¿Y qué ocurrió ese 4 de Mayo cuando comienza la fase cero y la parte más dura del experimento queda atrás? Según los valores economicistas que impregnan nuestra sociedad (recordemos los artículos anteriores referentes al homo economicus), la primera necesidad que intentarían satisfacer las personas tras un largo periodo de carestía sería la de consumir. Franquicias, comercios, grandes almacenes… deberían ser asaltados por hordas incontroladas de ciudadanos. Sin embargo, de lo que realmente sentían necesidad las personas era de poder verse, charlar, establecer contacto, aunque fuese únicamente visual, reírse juntos… estaban ávidas de calor humano. Por eso se llenaron las principales calles o paseos de las ciudades provocando preocupantes aglomeraciones, porque la gente no podía estar un minuto más sin sentir al otro, de identificarse como un ser social y saber que los demás también estaban ahí, que no habían desaparecido.
En resumen, aunque haya sido por un motivo trágico y cargado de sufrimiento, aquel decreto de Estado de alarma vino a confirmar lo que ya muchos sospechábamos, otro mundo es posible y… necesario.