Kabalcanty
El pasajero del sueño (14ª parte)
No fue sólo una jarra de cerveza, sino tres o cuatro, tal vez más, así que rondando las diez de la noche me encontraba algo tocado, todavía peor que cuando llegué al bar de Lui. Nos despedimos entre abrazos, algún lloriqueo, y promesas de volver a vernos fuera del planeta Tierra. Yo estaba tan perjudicado que escuchaba voces, palmeos en la espalda, besos en las mejillas y risas por doquier sin saber lo que oía, hacía o decía, tan sólo deseaba tenderme en la cama y esperar, durmiendo la melopea, a que llegara el día de nuestra partida.
— Acuéldate de Mei y Lui cuando te pongan esos potingles marcianos.
Dijo en voz alta el chino desde la puerta de su bar.
El frescor de la niebla me vino bien en el camino a casa. Mi mujer iba algo enfadada y apenas hablamos nada.
— Hasta que no te pones ciego de bebida no paras -dijo como si hablase para sí, esquivando el bulto de mi presencia- Y encima la tonta del bote tiene que aguantarte. Esta noche no va a haber quien duerma con tus ronquidos.
— Joder, mamá, deja ya de dar la brasa -terció mi hijo.
— Eso, encima muda. -lanzó un bufido rabioso.
Con la cabeza embotada apenas me quité la ropa para desplomarme en la cama.
— Pon el despertador a las seis antes de caer muerto que mañana, no sé si sabrás, nos vamos de viaje a tomar vientos.
Me dijo ella, escrutando mi caída libre.
Aunque el lanzamiento de la nave estaba previsto para las 13 horas, nos emplazaron en la base de Robledo de Chavela a las 9:30 "para formalizar el protocolo de pasajeros y la puesta a punto inicial", según rezaba en la carta certificada que nos trajo un cabo 1º del ejército del aire. Como un autómata, puse el despertador a la hora que me dijo mi mujer, después acudí a la almohada. "Un sueño reparador", me dije antes de perder la consciencia.
Me hallaba en una habitación inmensa y encharcada de agua en la que colgaban, de forma inverosímil, muchos espejos. Yo andaba en ropa interior, descalzo, chapoteando por el agua y fijándome en los límites imposibles del cuarto. Escuchaba un insistente goteo pero sin descifrar su origen. Me encontraba bien, demasiado bien, sintiendo los músculos de mi cuerpo ágiles y contundentes. A pesar de lo insólito de mi alrededor, no estaba alterado es más, si mi curiosidad se fijaba en los espejos, en la infinitud de la estancia o en el suelo aguanoso era por mera distracción pues, tal y como distinguía la situación, nada era extraño, sino prometedor. Se diría que me hallaba en el lugar que había deseado siempre aunque jamás supe cómo tendría que ser.
Despacio me acerqué a uno de los espejos. Era muy alto, rectangular y lleno de lunares producidos por el deterioro del azogue. Rasqué esas marcas con las uñas y me llené los dedos de una tintura verdosa antes de reparar en mi reflejo de cuerpo entero. ¡Oh!, grité dando un paso hacia atrás. De pronto me sentí asustado, horrorizado por la forma que me devolvía el espejo. Veía un anciano decrépito con barba de varios días que se encorvaba escudriñando desde sus ojos pitarrosos y sus párpados enrojecidos. Chapoteando fui hasta otro espejo, este menos deteriorado y más ancho que largo, al contrario que el otro. Ahora era un niño de poco más de siete u ocho años. Jugaba con una peonza con un aire lánguido de tedio. Me acerqué hasta tocar el espejo mientras me palpaba el cuerpo adulto. Cuando la falange de mi dedo se coló tras el espejo, retiré la mano con estupor. Ya no me encontraba tan tranquilo, sentí cómo se aceleraba mi pulso y mi respiración. El niño me miraba curioso ladeando la cabeza hacia ambos lados. Después alargó lentamente su mano hasta que vi sus dedos delgados atravesar el cristal hacía mí. Fui a estrechar su mano pero la retiró con violencia. Luego echó a correr y el espejo quedó sin su imagen, tan sólo con la peonza abandonada girando sin parar.
Cerca había otro espejo, más pequeño, decorado con purpurina y un centelleo violáceo que marcaba una senda breve en el agua. No creía haberlo visto antes, los otros espejos eran más grandes y ninguno tenía fulgor alguno. Al acercarme, ya inquieto e inmerso en una indagación vacilante, vislumbré una tela de araña meneándose leve. Oscilaba con parsimonia con algo atrapado entre sus hilos, algo pequeño, inquieto, que tironeaba angustiado por escapar de la red. Tuve que acercarme más para apreciar que era yo mismo, este anciano de sesenta y nueve años, que en forma reducida trataba de desembarazarse de la tela infructuosamente. Empático con su sufrimiento, traté de introducir mi mano en el espejo, sin embargo ahora el cristal era impenetrable y sólo servía para que asistiera a la zozobra de mi miniatura. Fue en ese instante, cuando asustado e impotente me inclinaba sobre el espejo, cuando escuché unas pisadas veloces irrumpiendo sobre el suelo mojado. En la infinitud de la estancia vi cómo, paulatinamente, se oscurecía el horizonte. El agua vibraba produciendo un oleaje que me salpicaba más arriba de mis tobillos. Luego me fijé que la lejanía me traía una imagen más que conocida: una horda de pequeñas arañas acompañaba el paso resuelto de una algo más grande. Retrocedí más y más, pero el cuarto no parecía tener límites y mis perseguidoras me ganaban terreno a marchas forzadas. Tropezaba con espejos, cientos, miles de espejos, en mi paso alocado. Mi cansancio me hizo escurrirme y acabar tendido en el suelo encharcado. La araña mayor se detuvo y fue entonces cuando las pequeñas se subieron a su abdomen para formar un monstruo enorme que me contemplaba inmóvil como si estuviera valorando mis defensas. Noté cómo el agua me arrastraba hacia ella dentro de una resaca vigorosa. Braceaba sobre el suelo, gritaba, pataleaba, imploraba, hasta que percibí una vellosidad punzante impregnada con una espesa gelatina que me atrapaba sin remedio. Agité desesperado los brazos con el poco aliento que me quedaba y me enredé en una tela de araña que, en unos segundos, me atenazó por completo. Sólo mi cabeza agitaba mi histeria ineficaz. En un último pensamiento, decidí cerrar los ojos derrotado………..
Desperté. Las 5:38 marcaban los dígitos luminosos del reloj despertador. Me dejé caer bocarriba hasta que mi ritmo respiratorio obtuvo la calma. Ahora no me hacía falta ningún espejo para comprobar que mi cuerpo era otro. Notaba la agitación de mis ocho patas al estar bocarriba, el tacto a mi cuerpo peludo y los inquietos quelíceros agitarse delante de mi boca. Nada de esto me provocaba horror porque, me decía en esos veintidós minutos que quedaban para que sonara el despertador, no era nada más que la consecuencia lógica de mi onirismo.
Mi mujer dormía tranquila a mi lado con unos tapones de algodón colocados en los oídos. ¿Cómo se tomarían ella y mis hijos mi estrenado aspecto? Un hombre araña pero sin el estilismo de Spiderman.