Manuel Pérez Lourido
Pedaleando
La Historia, así con mayúsculas, es un fraude. No se la crean. Yo dejé de hacerlo en el colegio, cuando me explicaron que la Armada Invencible había sido derrotada por los ingleses. ¿Qué mierda era esa? A partir de entonces solo presto atención a las historias cercanas, íntimas; a los trozos de verdad que se nos quedan pegados y a veces encuentran narrador.
Por eso les voy a contar mi penúltima hazaña con la bicicleta. Una que compré hace unos años, cuando aún no teníamos la existencia acuartelada ni era objeto de revisión por parte de las autoridades. Era un modelo todoterreno, aunque en la tienda le pusieron el pomposo anglicismo de turno. Después me di cuenta de que sería mejor que el todoterreno fuese el ciclista y no la bicicleta, pero es que siempre me doy cuenta demasiado tarde de casi todo. Fue cuando comprobé que yo era más bien de un solo terreno, el llano, y que los desniveles me venían grandes. No era de cuestas abajo y menos de cuestas arriba. Prefería las primeras, eso sí: si me mataba, lo haría de golpe, mientras que las cuestas arriba me matarían poco a poco, de agotamiento.
Había confinado, pues, mi bicicleta, en un cuarto que hay en el garaje comunitario. Allí dejé también un bombín y un casco que me había comprado con el fin de flagelar mi ego, para lo que seguía el procedimiento de ponérmelo y mirarme en el espejo antes de salir en bici.
Hace un tiempo, una soleada mañana de domingo, decidí jugarme el todo por el todo y retomar mi frustada faceta de ciclista dominguero. Cuando recordé dónde tenía todo lo que necesitaba, procedí a inflar las famélicas ruedas de la bicicleta. Tras cinco minutos de forcejeo con la boquilla, que tenía dos posiciones (mostrando la desconsideración del fabricante hacia los usuarios más torpes), comencé a insuflar aire. El artilugio no podía ser más profesional: estaba dotado de un medidor, de plástico, por supuesto, para calcular la presión adecuada. Que vaya usted a saber cuál era. Lo cierto es que me estaba dejando los hígados dando aire. Pensé que igual conseguir inflar las ruedas era ejercicio suficiente esta semana, y la siguiente podría ya usar la bici. Me detuve cuando vi el neumático bien robusto y, tras recuperar el resuello, me dije que podría salir diez minutos y regresar para ducharme.
Me subí a la bici como si fuese al Himalaya y comencé a pedalear. Reparé en que había olvidado (si es que alguna vez lo supe) lo referente a combinaciones de piñón y plato. Seguí pedaleando, sobre todo porque me estaba pitando un coche que tenía detrás.
Por el método de ensayo-error, el que uso para todo en la vida, conseguí un ritmo de pedalada que se ajustaba al terreno liso, el único que tenía intención de transitar. Mi felicidad fue en aumento, conseguí relajarme y levantar la cabeza de las ruedas, olvidarme del cambio. Tres ciclistas pasaron a mi lado y uno de ellos me saludó. En plan colega de bici. No daba crédito. Me entraron ganas de volver a casa, preparme la cena y dar por finiquitado el día. Estaba henchido de gozo. Tanto que casi me como una farola.
El resto del tiempo lo pasé huyendo de los desniveles, repitiendo tramos llanos compartidos con peatones, a costa de parecer un crío que pasea su bicicleta con ruedines la mañana de Reyes. Una rodilla que tengo tocada desde la guerra civil me estaba avisando que no fuese tan atrevido. Y yo, que hubiese llevado matrícula de honor si hubise una materia llamada Gestión de esfuerzos a ciertas edades, enfilé el camino de vuelta más chulo que un ocho.