Kabalcanty
La mujer de su vida (1ª Parte)
Todo el montaje que iluminaba las calles y, sobre todo, la Plaza de la Concordia, dejaba a la orfandad de las sombras el notable deterioro de aceras y edificios. La ciudad era el despojo de todo lo que fue aunque se empeñaran los rimbombantes luminosos de los comercios en engalanarlo. El antiguo cine, reconvertido ahora en un centro comercial de modas, resplandecía de neones ocultando su fachada desconchada y repleta de manchas de la lluvia acidulada y turbia que caía todos los últimos otoños. La tarde estaba húmeda, algo neblinosa aunque templada, haciendo llorar a las farolas y semáforos una tintura oscura que se disimulaba al chocar con el aceitoso asfalto. A esa hora avanzada de la tarde, los coches se amontonaban en atascos monumentales dispersando el griterío de sus cláxones como una algarabía de gaviotas ávidas.
Él se detuvo en un escaparate de telefonía móvil dejándose llevar por la lucecita intermitente que anunciaba un último modelo. Había una chica sonriente, dentro de un cartón, que te sonreía diciéndote en el bocadillo de la viñeta que "con este móvil seducirás siempre". El muchacho movió las cejas varias veces escudriñando los labios rojizos y seductores de la imagen, luego siguió caminando.
Andaba por la Gran Avenida Central envuelto en una curiosidad tan notoria que despertaba recelos. Se fijaba en mujeres de una edad similar a la suya, entre veinticinco y treinta años, incluso algunas más jóvenes, a lo que ellas respondían con mohines de desagrado o desplantes con palabras mal sonantes las más atrevidas. Las miraba sin codicia sexual, sin malicia, embelesado sólo en su belleza física, sus cabellos, sus labios, sus ojos, sus gestos delicados, sus rostros lustrosos mostrando una lozanía embrujadora. Quería charlar con ellas, preguntarles por sus vidas, sus alegrías y sus desgracias, sus deseos y sus miedos. Deseaba que no huyeran de su lado despavoridas, tenerlas cerca aunque fuese unos minutos, tomar un refresco, una cerveza o un café en algún lugar sosegado con una música suave envolviendo el ambiente.
Pero no ocurría nunca. Sus tardes, porque era por las tardes cuando salía de su pequeño piso para ese juego del visionado, acababan en enfado por la torpeza de su empeño y terminaba de vuelta en su casa bebiendo más whisky del recomendado. No se lo explicaba, él no era grosero ni pretendía favor sexual alguno, ni siquiera que su conversación tuviera que derivar en otra cita o en pedirle su número telefónico. Quería estar un rato agradable con una mujer, relacionarse de una vez como le decía su padre.
"Es que tienes cara de raro, chico, y eso espanta.", le decía su padre, un jubilado trabajador de ferrocarriles que veía en su hijo lo que nunca deseó para varón alguno. El chico había estudiado algo de administración e informática, pero se dejaba los días encerrado en casa sin trabajo posible y sin contacto social. Al padre le desesperaba su falta de ambición, máxime en esos tiempos en los que encontrar un empleo era poco menos que un acto de prestidigitación, pero sobre todo su apocamiento a ultranza retratado en su aislamiento diario en su cuarto entre libros, música y películas.
— Tienes que encontrar tu lugar en el mundo, chico, una buena mujer, tu casa, tu empleo, tal vez tus hijos, y a mí dejarme en manos de los del Bienestar Social. Mira, ya tengo el impreso para solicitar su ayuda. Hazme caso, necesitas relacionarte de una vez.
Así insistió su padre varios meses hasta que consiguió que el chico saliera las tardes de los viernes y sábados de entre las cuatro paredes que componían sus vidas. Al principio le costó pero después encontró en esas salidas un mundo deseable.
Aquella tarde, cuando iba a cruzar esa calle bulliciosa que sirve de límite a la Gran Avenida Central, se fijó en la joven que, sentada tras la cristalera de una cafetería, tomaba un refresco con aire ausente. Se detuvo a mirar su bello perfil abstraído en una cavilación que centraba su mirada en una lejanía inalcanzable.
La timidez del chico le retuvo varios minutos camuflado entre la gente de su alrededor desojando el cómo llegar junto a ella sin incomodarla. No daba con la tecla adecuada. Se imaginaba ridículo, incapaz de soltar palabra, frente a esa mujer meditabunda que parecía importarle algo que no estaba cerca de ella.
Reparó en sus manos inquietas, moviendo su vaso levemente hasta llevarlo a sus labios con dejación; sus ojos no buscaban nada dentro de la cafetería, se posaban en el retazo de alguna figuración agradable o desagradable que no se encontraba en aquel lugar.
Fue cuando se atusó los cabellos, reflejándose en la cristalera del comercio, cuando pareció reparar en él. Tenía el rostro ovalado, serio y abstraído, demasiado aniñado para su gesto contrito, pero con una belleza que irradiaba desde una conjunción armoniosa que le daba un aura de misterio y encantamiento. Fueron un par de segundos los que sus ojos coincidieron, tras el paso de un matrimonio parsimonioso que llevaban varias bolsas de compra, los suficientes para que él sintiese el arranque necesario.
Se puso tenso, corajudo, incluso dejó de sentir el sudor frío que le mojaba la espalda tras la ropa, y se atrevió a entrar en la cafetería.
¿La trataría de tú o de usted? ¿La invitaría a otro refresco? ¿Le contaría de su observación porque le pareció una mujer interesante? ¿Le diría lo hermosa que estaba con esa soledad reflexiva? ¿Le confesaría que nunca habló con mujer alguna que no fuera tiempo atrás con su madre o lo indispensable con otras en los asuntos cotidianos?
Estos interrogantes le tenían helado junto a la barra de la cafetería, perdido algo del fuelle de hacía unos instantes. El calor del sitio, aunque agradable en una tarde como aquella, a él le resultaba excesivo y sentía arder sus orejas y sus mejillas como si fueran brasas. Le molestaba tanto como le agradaba el ruido de la clientela a su alrededor. Le incordiaba porque creía que podían notar su inmovilidad y servir de burla y distracción a más de uno, o que sus dudas ahora necesitaban el silencio oportuno para despejar su vacilación, pero también le gustaba que el rumor de las conversaciones le convirtieran en una pieza anónima más del decorado social allí dentro y que sería menos engorroso que hallarse solos la mirada de la chica y la suya en un amenazador mutismo.
— ¿Desea tomar alguna cosa el señor?
Le preguntó un camarero cerca de la barra.