Pedro De Lorenzo y Macías
El castrón y mi abuelo
SAN ROQUIÑO: San Andrés de Xeve.
¡Ya va pasando el tiempo! Florecieron muchas primaveras y nostálgicos otoños. ¡La ermita sigue erguida, silenciosa y llena de diversos recuerdos: tristes y alegres! “Mi San Roquiño de Xeve”. Su antigüedad la datan en el siglo XVI-XVII.
Mi crianza, en mi niñez, fue al lado de mi abuelo. Iniciaban los conductos eléctricos; casi toda la parroquia de San Andrés de Xeve disfrutaba de la luz eléctrica, menos Fragoso. Las noches oscuras se servían del candil o linternas, de una sola pila.
Era el año 1953. Un agosto sin piedad y molesto; se amigó con el chulesco sol: abrasaba, paralizaba las caricias de los suaves vientecillos de nuestros pinares. En Fragoso, ese domingo, han madrugado antes que el caprichoso gallo: se enojó lo suyo y volvió, cabizbajo, con sus gallinas.
Todos se apresuraron en las distintas labores: llevar al pasto las vacas, dar de comer a las aves del corral y otras labores. ¡Había prisa! De tarde, se iría de romería.
En mi mente emana reseñas distintas a la imagen. Era robleda, sin asfalto y muescas de Fenosa. Había senderos, de un carro y medio.
Donde está, ahora, sito el palco, era más bucólico y artesanal. Montaban con buenas maderas la plataforma para que los músicos diesen alegría a los doloridos cuerpos de mis labregos. Estaba decorado con hileras de bombillas, que pronto se agotan. Al lado, había puesto de venta de rosquillas y figuras de san Roquiño.
Al lado izquierdo de la ermita, ubicaron, con unos maderos y lona, un buen templo en honor a Baco; unas tablas y muchos barriles de vino.
¡Era tradición en un pueblo gandeiro, labriego y de maestros canteros! ¡Nos reunimos toda la familia en la procesión! Las señoras, niñas iban cantando detrás del santo, acompañadas de algunos caballeros. ¡Cosa extraña! Cosían billetes en el sayón del santo. ¡Qué sonrisa la del Cura!
Mis labriegos quitaban sus boinas en señal de respeto. Mucho canto, velas. Había mujeres vestidas de negro oscuro, con muchos escapularios y una grandísimo rosario. Finaliza.
Cada uno buscó su divertimento; me quedé solo; no solo, en compañía de mi abuelo. En una tienda tipo apache, grande y de lona, había muchos barriles de vino, unas tablas alargadas, sustentadas por unas fuerte estacas. Los asientos eran troncos largos, apoyados en las pulidas piedras de nuestros canteiros. Se llenó, todos hombres, de distintas parroquias. Hablaban de sus menesteres, entre sorbo y sorbo de esos caldos campesinos.
¡Ya se iniciaba la música! Muchas chicas bailan, esperando que un galán les invitase a bailar; estos, apoyados en mi encantadora ermita, miraban. ¡Parecían todos! Cuchicheaban y no se decidían. ¡Me aburría como la cabra de nuestro corral, al estar atada! Intenté averiguar qué había debajo de esas mesas tan raras, ya repletas. Mi abuelo me regaló un real, y los otros, una perrachica, patacón…, fue aumentando mi fortuna y era la primera vez que tenía tanto dinero.
Fui hasta los rosquilleros. Compré unas rosquillas. Mordí una.., ¡pobres dientes! Estaban de un duro de suela de zueco. Al lado estaba el castrón, atado, aburrido y hambriento. Le di el resto de la rosquilla; se la zampó.
Me hizo gracias y fui jugando con él con el resto rosquillero; se la merendó todas. ¡Nos hicimos muy amiguetes!
¡Vendían unas tiras de colorines! Les di unos dineros.., ¡cuántas tiras me dieron! Inicié el trabajo de colocarlas por números; cada tira tenía doce y a mí, el peque, me obsequiaron con veinte tiras. Ya la luna, presumida y coqueta, lucía su reluciente traje blanco iluminando los caminos. ¡No había llegado a mi aldea la luz eléctrica! Para la música. Un señor, lleno de medallas, canta: “813”. ¡Narices! Era mi número; fui como una ráfaga y me dieron el castrón. Lo desaté del árbol y lo paseé hasta dónde estaba mi abuelo.
¡Lo llamé, pero ya estaba apresado por el vino! ¡Tenía una cogorza de elefante! Todos los años, en esta fiesta, terminan muchos hombres como cubas.
¡Aupé a mi abuelo! Los tres iniciamos el camino a Fragoso. Mi abuelo iba dejando eses en el camino; el castrón, sumiso y amigo, me ayudaba cuando se caía; entre los dos lo levantábamos. Fue un duro caminar, llegamos al crucero.
Senté a mi abuelo en el pedestal; el castrón se cenó unos herbajos. Este crucero señala una muerte cruenta. En este lugar fue asesinado, durante la segunda república, el hermano de mi abuela, que no llegué a conocerla.
¡Achacaron el crimen a la etnia gitana! Nuestro pueblo los defendió y sabían quiénes habían cometido tal salvajada. Nunca mencionaron sus nombres. ¿Por qué lo mataron? El relato me lo contó un tío abuelo, su hermano. Él era defensor de la justicia y no permitía a los anarquistas que quemasen iglesias o asesinasen curas, monjas o civiles que no les caían en gracia. Montaba un caballo, de blanca nieve, con ojos de azabache irradiante.
¡Pasado un tiempo, desperté al abuelo! Ya faltaba poco. Cerca del caserío había una bajada; nos caímos los dos; el castrón me aupó mordiendo mi ropa; ¡costó lo suyo levantar al abuelo!
La casa del abuelo tenía un gran corral que le daba entrada un enorme portalón. En aquellos tiempos no había llaves; todos respetaban las pertenencias de sus vecinos. Entramos y qué alegría se llevó la loca cabra y también el castrón. ¡Los dejé solos, ya que se hicieron muy amigos!
Aún no habían regresado mis tías, hermanos.. A gatas, llevé a mi abuelo a su cama y …, ¡cómo roncaba! Me quedé dormido y no soñé con nada.
Ya el sol se asomaba por Tenorio y el molesto gallo empezó con su serenata. Mi abuelo se levantó raudo y vio el castrón…, ¡menudo asombro! No daba crédito que el peque, que era yo, pudiese con él y con el castrón. Pronto hubo jolgorio para los familiares, vecinos. ¡Era costumbre en aquellos tiempos que se sacrificase el castrón y celebrar un ágape de hermandad! Cada casa aportaba ya una empanada, ya unos conejos asados, ya un pote de cocido.., pero muy bien repleto.., y otras viandas y bebidas.
¡No estaba conforme con la tradición! El castrón era mío, amigo y compañero de una gran fatiga. Hablaron que lo sacrificaban el viernes. No dije nada. Até mi autillo y bajé a Pontevedra, andando. Iba dejando huellas de sentidas lágrimas por el camino.
¡Ya pasaron 67 años! Todo cambió. La casa anterga y llena de historia la transformaron. Los grandes verdes maizales fueron desterrados. Las verdes campiñas sufren abandono. Todo nace, se mutua y muere.
Sentado a las laderas del Outeiro, en el cual hay grandes vestigios de mis ascendientes, me trasladé al pasado: “Fragoso, ¿Qué fue de la hermosura de tu verde valle? ¿Quién te mancilló? Mimado por el chulesco Lérez, en el orto; protegido por El Arcibal, en el ocaso.
Lleno de pastizales y frondosos frutos, alegrado por las melodías de sonoras aves, regado por aguas cristalinas que brotan de míticos manantiales de bucólica celeste.
¡Apetitoso y ansiado de rebaños, protegidos por perros fieles y valientes!
Ya te dejan en olvido.., ¡ay, mi Fragoso! He vuelto a tus recovecos, entonces de fantasía de ensueño, ¡ya camino del olvido, ya camino del ocaso!”.
Texto y fotografías de Pedro de Lorenzo y Macías ©.