Kabalcanty
La mujer de su vida (Parte 2ª)
Quiso responderle, pero se agolpaban palabras en su garganta que no sabía si eran para ella o para ese camarero que esperaba impaciente su contestación. Al tropezarse con el gesto ansioso escupió una frase de corrido, incontrolable.
— Póngame lo mismo que toma aquella señorita y a ella llévele otra copa de mi parte.
El camarero desapareció de su lado y él se acodó en la barra, de espaldas a ella, avergonzado por lo que le pareció un atrevimiento.
Todo el arrojo que le impulsó a entrar en el local parecía que se tambaleaba en oleadas de sudores y ansias por salir corriendo. El ruido de las voces se le antojaba ahora amenazante, como si todos comentaran a voz en grito su osadía y le señalaran con descaro. Tenía los ojos clavados en el mostrador y las puntas de los dedos blanquecinas de lo que se aferraba a él.
— Dice la señora que si desea acompañarle en la mesa.
La voz del camarero le sobresaltó y le costó varios segundos darse la vuelta.
Fue hacia la mesa recomponiéndose a duras penas, despacio, casi paralizado, pero a la vez imparable.
— Deseaba conocer de cerca al hombre que ha tenido la generosidad de invitarme a otra ronda.
Ella no era tan joven. Tenía el pelo largo, teñido de caoba chambón y caído sobre los hombros, unos ojos oscuros maquillados con torpedad, como el resto de su rostro, y unos labios abiertos en una sonrisa blanda.
Él se sentó sin apenas mirarla. Estaba turbado, acometido por una febrilidad que le pesaba en los párpados, en los brazos, en las piernas.
— ¿No me vas a decir ni cómo te llamas? -preguntó ella, mostrando sus dientes emborronados de carmín.
Tartamudeando le dijo su nombre. Un nombre corto, vulgar, que le sonó demasiado anónimo.
Ella le dijo el suyo, un postizo nombre afrancesado que pronunció con impericia.
— Brindemos por nosotros, ¿te parece?-le dijo ella, invitándole a chocar los vasos.
El trago era algo fuerte. Le chispearon los ojos a él y las burbujas le cosquillearon por dentro de la nariz. Más fuerte que el whisky peleón que tomaba en casa.
— Vodka con cola, cargado de vodka y ligerito de cola, mi copa preferida ¿Rasca?
Él la miró entonces. Vio su sonrisa, su rostro abrillantado por el maquillaje y su cabello teñido reposado sobre los hombros. Le pareció bellísima, una mujer atractiva, joven y tan cercana como siempre quiso. Mirándola a intervalos, le dedicó una sonrisa que exhaló alivio. Sintió sus pulmones llenarse aire fresco y una calma que le impulsó a repetir el brindis.
— ¡Por nosotros! -dijo él, nutriéndose de euforia.
Comenzó ella, animando la conversación. Con desenvoltura, y el deje de lasitud con que embadurnaba sus frases, le contó que esperaba a alguien, un tal Tony, que esa tarde la había dado plantón. "Estará por ahí restregándose con alguna zorrita, seguro. Ni contesta a mis llamadas ni a mis Whatssapp, el muy cabrón", le dijo a modo de explicación, haciendo un mohín con las cejas para quitarle significación. Solían quedar en ese sitio los fines de semana "para sacar el hocico del jodio barrio", luego iban a tomar unas tapas para terminar "medio bolingas, en el Terciopelo Azul, el garito que tiene en el barrio el mamón del Tony". Estuvo hablando de boleros, de canciones que interpretaban en el karaoke porque ella, "si le hubiese puesto una miaja de empeño y no me hubiese dejado llevar por tipejos como el Tony, habría salido artistaza de la canción."
A él le encantaba escucharla, su tono de voz meloso, su timbre aguardentoso. La observaba embelesado asintiendo a todo lo que decía. En el tercer vodka con cola la miraba a través del líquido color caramelo, dándole vueltas al vaso, imaginándola una sirena prisionera que reclamaba su rescate pidiendo un auxilio que nadie escuchaba excepto él.
— Eres un guasón. -le dijo ella, arqueando los labios en una mueca coqueta.
Él contó poco, casi nada, "un placer escucharla así, tan cerca, tan real", lo único sus paseos de las tardes de viernes y sábados y su deseo de hallar una mujer….. "como tú", le confesó ruborizándose sin remedio y con los ojos colorados y llorones.
— No exageres, pichín, que yo soy como una de tantas. -le dijo sin convicción.
Cuando salieron de la cafetería, él se empeñó en invitarla a cenar. La tomaba por los hombros, dada la desinhibición por produce el alcohol, susurrándole las palabras en el oído y muy erguido mostrando a la mujerona con orgullo. Ella, con unas gafas oscuras a pesar de lo anochecido, sacudía su melena teñida dejándose llevar.
— ¿Andas suelto de pavos? -le preguntó, deteniéndole antes de cruzar un semáforo.
Él dio un traspié y se apoyó sobre la pechera de la mujer. Sentía acalambradas las piernas y una nube densa parecía pesarle sobre la cabeza.
— ¡Ay, leche! ¿Qué si tienes pasta, guita, billetes?
Él se palpó los bolsillos para sacar un billete de cincuenta euros y otros de menor valor arrugados y húmedos.
— Entonces, chato, al Museo del Jamón y vamos que chutamos. ¡Anda tira palante!
Llegaron al mesón cuando la mayor parte de la clientela dejaba libres las mesas. Eran más de las doce treinta y el local echaba el cierre a la una de la madrugada.
— Cena rápida tiene que ser, señores. Les dijo el camarero con gesto inflexible.
Apenas le escucharon. Se sentaron en la primera mesa que se encontraron y pidieron unas tapas de chorizo y salchichón regado con un vino de la casa.
Él se fijó que la blusa de ella tenía dos botones desabrochados en la división de los pechos. Lechosos y salpicados de unas pecas oscurecidas, se sujetaban en un sostén dado de sí o demasiado barato. Se quedó unos instantes serio, acaso indeciso, y a continuación la envolvió con sus ojos diciendo algo que sólo escucharon sus adentros. "Tú, la mujer de mi vida, mi deseo, mi pasión, mi vida entera". Si hubiera sabido cantar boleros se lo habría dicho con música, pero ni había orquesta ni él se veía de cantante.