Valentín Tomé
Res publica: Pablo Iglesias cierra el círculo
"Madrid no es una serie de Netflix que empezó el miércoles pasado". Con estas palabras rechazaba Mónica García la oferta de una candidatura unitaria para las elecciones a la Comunidad de Madrid lanzada por Pablo Iglesias. Y tenía toda la razón. La posible serie hacía muchos años ya que había comenzado, y es seguro que si algún guionista por aquellos tiempos presentara ante la productora un guion de ese calibre sería inmediatamente rechazado por inverosímil, pues todo lo relacionado con Pablo Iglesias en la última década rebasa los límites de la "racionalidad política" consensuada tras la restauración borbónica; de la misma manera que nadie jamás se atrevería, desde la ficción, a diseñar una historia similar a las andanzas y desventuras de un personaje como el comisario Villarejo en un país democrático con ánimo de que resultara creíble.
En un contexto político como el nuestro, Pablo Iglesias es un personaje excesivo, que rompe todos los arquetipos políticos construidos desde el final del franquismo, y que solo puede provocar desconcierto en los buscadores de cánones tanto desde la Izquierda o la Derecha. Sin embargo, realmente, como buen científico, lo único que hizo desde el primer momento es partir de las condiciones realmente existentes, y conjugando la razón teórica y la razón práctica diseñar una estrategia para tratar de alcanzar el fin último que todo revolucionario lleva en su corazón: transformar realmente la sociedad. Y para ello, era indispensable traspasar los bordes de lo que en este país encorsetado se consideraba políticamente admisible. Como bien manifestó en su día, "el cielo no se toma por consenso: se toma por asalto".
En primer lugar, se hacía necesario plantear la batalla cultural, es decir, hacer pedagogía. En un país donde la educación política brillaba por su ausencia, con unos grandes medios, que al igual que los grandes partidos, se distinguían en los matices pero que concordaban en lo fundamental, con multitud de macizos ideológicos que establecían los límites del discurso público, la ciudadanía podría gozar de libertad de expresión (ya sabemos que esta incluso es limitada) pero de lo que no gozaba esencialmente era de libertad de pensamiento (en palabras del humanista José Luis Sampedro "hay que vivir, para vivir hay que ser libre, para ser libre hay que tener el pensamiento libre y para tener el pensamiento libre hay que educarse"). Es por ello que en 2010, en los inicios de una crisis económica devastadora para los derechos sociales, comenzó a dirigir y presentar diferentes programas de carácter político. A pesar de lo rudimentario de la propuesta, se trataba del primer programa de carácter público al que se podía definir, sin miedo a sonrojarse, de plural políticamente hablando (por el estudio desfilaron incluso hasta ese momento unos casi desconocidos Ayuso o Abascal). Pero aquello no bastaba, las audiencias eran limitadas, era necesario llegar a más público.
Sabedor de que la verdad es siempre revolucionaria, se presentó cual llanero solitario en las fosas abisales de nuestra caverna mediática para enfrentarse intelectualmente a los más consagrados representantes públicos del pensamiento reaccionario. Su presencia disparó los niveles de audiencia, lo que provocó que fuese invitado a diferentes programas de las cadenas generalistas, convirtiéndose en toda una estrella mediática que, durante al menos un tiempo, hasta que comenzó a resultar peligroso para el mantenimiento del status quo, logró infiltrar un discurso crítico, hasta el momento inédito, en el imaginario colectivo.
Entre medias, las plazas se llenaron de jóvenes y no tan jóvenes descontentos. Desorientados, víctimas de una posmodernidad líquida que los había dejado sin recursos intelectuales con los que intentar comprender qué demonios estaba pasando, porqué razón todo aquello que les habían contado no casaba con la realidad que día a día experimentaban, tenían al menos una certeza: las cosas no marchaban bien, el sistema en el que habían creído realmente no funcionaba.
La desconfianza hacia todo lo establecido, incluidos los partidos "clásicos", era el pegamento que los unía. Pablo Iglesias supo ver en aquel magma de indignación una oportunidad única, de esas que pocas veces se presentan en la vida de un revolucionario, y consciente de la importancia en política de la simbología compartida trató de encauzar el discurso flotante y difuso que inundaba las plazas en otro que resultara acorde a los tiempos y resultara comprensible para los que allí estaban. Así, fue desechando los conceptos clásicos de las ideologías duras para trocar fundamentalmente lo racional por lo emocional. Se hacía necesario sacrificar la complejidad. Recordando las enseñanzas de Gramsci o Laclau, había que bajar al barro, dejar atrás los grandes conceptos teóricos e intentar llegar al corazón de toda aquella gente. La Izquierda y la Derecha desaparecieron, sólo existían los de arriba y los de abajo, y los primeros eran la casta privilegiada que vivía a costa del sacrificio de los segundos, la amplia mayoría social.
Y en ello surgió Podemos, y todos sus grandes resultados electorales asociados, inéditos desde el 78 para cualquier opción política transformadora, inimaginables para cualquier analista político pocos años antes. Pero las élites, contra las que tanto había clamado, no se iban a quedar de brazos cruzados, la reacción de Termidor estaba en camino. El presidente del Banco Sabadell, Josep Oliu, propuso crear "una especie de Podemos de derechas"; y se hizo su voluntad, y se llamó Ciudadanos; y en seguida, Pablo Iglesias pudo observar que aquello no iba a resultar tan sencillo, pues el problema estructural de fondo, una ciudadanía criada en la posmodernidad con una educación política precaria, seguía estando ahí. Así, un sector importante de los que antes apoyaban a Podemos se desplazó con total naturalidad al lado de la última novedad del mercado electoral, también joven y fresca, y cool. La atención mediática había desaparecido, ahora todos los focos saludaban la llegada de los de Rivera. Pero aquello sólo sería el primer paso. A continuación vendrían las injurias, las calumnias, las querellas en los tribunales (poco importaba que con el tiempo fuesen archivadas)… mientras, las instituciones más sórdidas del Estado, también llamadas cloacas, trabajaban las 24 horas del día para destruir su proyecto y su persona. Y Pablo Iglesias se convirtió poco a poco en el hombre más odiado de la historia contemporánea de nuestro país como lo había sido el robagallinas de "El Lute". El enemigo público número uno, el macho alfa, el hombre de ego desmesurado obsesionado con el Poder, "el chepas", "el coletas", el socialcomunista filoetarra bolivariano que por la noche sale a devorar niños… Si hoy era lunes, sin duda era por culpa de Pablo Iglesias. Poco importaba que incluso llegado el momento le dijese a Pedro Sánchez "si el obstáculo soy yo, no hay problema, no estaré" renunciando a cualquier designación ministerial; seguro que no era sincero, o algo tramaba, afirmaban su amplia legión de detractores.
Y a pesar de todos los obstáculos, sobreponiéndose a los posibles problemas de insomnio del Presidente, Pablo Iglesias logró lo que parecía imposible unos pocos años antes: tocar Poder. E incluso lo hizo de la mano de dos ministros comunistas, algo inédito desde el final de la dictadura; ni el hombre que había sido ejemplo de rectitud moral y solidez intelectual, don Julio Anguita, pudo alguna vez soñar con algo parecido. Paradójicamente, añadiéndole mayor épica al suceso, su asalto a los cielos se producía en el momento de menor cota electoral de su proyecto desde su fundación. La Reacción redobló esfuerzos, a las calumnias e injurias habituales desde la caverna se añadió el acoso permanente a su familia, tanto en su "mansión de Galapagar" como en sus minivacaciones estivales en Asturias, o la persecución judicial basada en la rumorología. En seguida se convirtió en el político peor valorado del Gobierno según todas las encuestas. Pero nada de eso parecía afectarle. "A la política hay que venir llorado de casa", manifestaba. Un científico político como él conocía mejor que nadie esa ley de hierro que regía la historia política contemporánea: cada vez que una opción política transformadora conseguía, en cualquier lugar del mundo, la victoria en las urnas, las élites, por medio de múltiples mecanismos, tratan, hasta el momento siempre con éxito, de aniquilarla. Inmediatamente su lenguaje se "endureció", la cosa iba en serio, atrás quedaban los tiempos de ideología líquida del 15M, se hacía necesario recuperar la terminología clásica, hablar de Izquierda, de capitalismo, de estructuras… sabedor como era de que el Poder no lo tiene quién lo detenta sino quién puede destituir a quién lo detenta. Incluso llegó a afirmar, en un hecho inédito en la historia de cualquier miembro de un Gobierno democrático, que "dueños de bancos y grandes empresas tienen más poder que yo y nadie les votó".
Hizo llamamientos a la movilización popular de los suyos. "¡Seguid apretando! ¡Que tenéis razón!", exclamó. Pero al otro lado nadie parecía escucharle. Sus fieles siempre habían creído, o eso parecía haberles manifestado siempre su líder, que bastaba con llegar al Poder para cambiar la realidad. "Hágase tu voluntad, Pablo" tecleaban por única respuesta en su red social favorita convertidos en un ejército de votantes sin apenas militantes… Y entonces se dio cuenta que, movido por el ritmo frenético de los acontecimientos, se había olvidado desde hacía tiempo de hacer aquello por lo que decidió un día abandonar los muros de la Universidad para pisar un plató de televisión: pedagogía. Solo desde ella se podía construir una base popular lo suficientemente sólida para desde el poder con minúsculas enfrentarse al Poder con mayúsculas.
Y Pablo Iglesias Turrión después de haber casi tocado el cielo con la punta de los dedos, descendió a la tierra, cerrando el círculo. Era hora de retirarse a los cuarteles de invierno y reflexionar profundamente sobre todo lo acontecido y replantear estrategias. Tomar el cielo por asalto no es tarea sencilla. Más aún en un país donde una sociedad posmoderna impregnada de neoliberalismo convive con estructuras de poder heredadas de la Dictadura. Pero un verdadero revolucionario nunca se rinde.