Kabalcanty
El mundo más allá del canalillo (3ª parte)
La leyenda del Canalillo, símbolo del miedo a lo brutal y desconocido, recuerdo que se fraguó para nosotros en una tarde tormentosa de verano.
Mi abuela era una mujer de esas que se llaman de "armas tomar", tozuda, impetuosa e incapaz de dar su brazo a torcer aun con el riesgo de quedarse manca. Después de comer, apeteciera o no, había que echarse la siesta "hasta que pase la canícula", como imponía ella. Ni siquiera mi abuelo se atrevía a contrariarla porque era preferible que no escuchar su regañina a voces y juramentos en arameo. Sin embargo, fue el primer trueno lo que aquella tarde quebró la obligatoria siesta. Los truenos para ella eran algo tan aterrador que su rostro se desvanecía irreconocible como una bayeta húmeda. Necesitaba con urgencia protegerse con alguien a su lado, alguien adulto que, quién sabía por qué, amortiguara su pánico. Como mi abuelo se había ido ya a trabajar, me hizo levantarse aprisa y, sin más preámbulos, correr hacia el despacho de pan de la madre de Benito. A nosotros nos vino fenomenal, pues adelantábamos casi una hora vernos.
— Pero siéntese, señora Upe, para se le calme el sofocón.
Dijo la señora Pepita, sacando la silla de patas cortas con las que Angelita cogía los puntos a las medias. Esta, que trabajaba por las mañanas en la trastienda de la panadería, llegó hacia unos meses del pueblo valenciano natal de la madre de mi amigo.
— Es que se me enreda el bofe con la lengua y me saca de mis cabales -dijo mi abuela, ya acomodada y dándose aire con su propio delantal.
A la tertulia improvisada de la panadería no tardó en unirse mi primo que venía de la mano de la tía Fina, la hermana de mi abuela.
— Os ha visto Ramonín desde el balcón y he dicho: ¡Date!, la Upe que sale de estampida con los truenos a ca de la Pepita -argumentó, dándose sonoros manotazos en el exterior de los muslos.
La calle estaba ensombrecida por unas nubes plomizas. Todavía llovía poco pero el estrépito de los truenos retumbaba en el local con un retintín metálico.
— ¡Ay, Madre Santísima! -decía mi abuela.
— ¡Virgen de la Vega por Dios! -repicaba tía Fina.
Nosotros nos pusimos a jugar, a un lado del mostrador de mármol, a las cartas de las familias, mientras ellas seguían con sus lamentos en la zona destinada a la clientela.
Poco duró nuestra atención a las familias hortelana, pescadera, lechera o carpintera, ya que la conversación de las mujeres acaparó nuestro interés. La señora Pepita había comenzado con la noticia que recorrió el barrio semanas antes: el cadáver del tío Rogelio, el marido de la difunta Paca, la de las aceitunas.
— Ya sabéis que él andaba medio tarao desde que murió la Paca -narraba Pepita- y que dicen que su manía era andar cogiendo mierdas y trapicheando bajo el Canalillo. Y allí se lo encontraron con la garganta hecha dos.
Mi abuela tomó la palabra recordando que en ese lugar, en los tiempos de la guerra, se encontraron dos monjas muertas con los labios cosidos. "Porque toda la gente de mal vivir se hacinaba en el Canalillo.", dijo a modo de sentencia. Fue contando que, en la postguerra, "con el hambre de siete leguas de los más y los menos" se comerciaba de todo bajo aquellos arcos. "Había pajilleras que por un chusco de pan se lo hacían, las mu guarras", comentó en voz baja mirándonos de soslayo.
"Lo peor era de noche", dijo tía Fina, arrugando la nariz en un gesto despreciativo. Dijo que había gentes, "tipos y tipas venidas de fuera", que sacrificaban gatos o perros para honrar con su sangre a demonios.
— Como "aquebarres" de esos -mencionó mi abuela persignándose.
La señora Pepita contó que al tío Rogelio se le conocía por esos parajes como "el sacamantecas" porque decían que daba caramelos a los niños que se descarriaban por allí untados con un mejunje que adormecía a las criaturitas para sacarles la sangre y venderla en el estraperlo.
El chasquido de un trueno hizo parpadear la luz del fluorescente de la panadería hasta apagarlo. Dejamos las cartas tiradas sobre el mostrador para juntarnos a los pies de las mujeres.
— ¡Ya se fue la luz! -exclamó mi abuela dando un brinco en la silla- ¿Tienes velas, Pepi?
Encendieron un par de velas con lo cual el despacho se llenó de sombras alargadas y cimbreantes. Noté crujir mis tripas y humedecérseme las manos de sudor. Ninguno de nosotros decía ni pío: escudriñábamos a las mujeres esperando más noticias del maldito Canalillo.
Fue tía Fina la que dijo que por aquel lugar transitaban ratas de agua como gatos y murciélagos que volaban muy bajo para, en un descuido, beberte la sangre con un veloz picotazo.
— Y bichas que se ponen tiesas hasta volverte tarumba con sus ojos, eso me lo dijo el Tanis que se lo contó el Sebas cuando iban a por lagartos para vender la piel.
Hablaban de muertos, perros de tres cabezas, búhos que ululaban lamentos eternos en las noches, apariciones de fantasmas que reclamaban su espacio entre los vivos, hombres altos y huesudos que recogían con sus sacos niños enclenques perdidos, rastros de pisadas que reconocían monstruos que vagaban la oscuridad, fiestas clandestinas en torno a hogueras con cabezas de carneros en picas…….
La tormenta acabó terminando pero nuestro terror, desde aquella tarde de verano, se alojaría para siempre detrás de los arcos del Canalillo.
— Deberíamos ir algún día por ese sitio, sin decírselo a nadie, claro.
Dijo Benito, a lo que asentimos en completo silencio.