Daniel Pérez Rodríguez
La ciudad nos impone su locura
Hace años, cuando me asomaba a la ventana de mi habitación podía disfrutar de un pequeño trozo de naturaleza en medio de la ciudad. En el terreno en frente de mi ventana había una gran cantidad de vegetación: árboles y cañas se alzaban por encima de una espesura de silvas, helechos y ortigas.
Este pequeño vergel entre edificios, reducto de naturaleza en la ciudad, cumplía la función de calendario. Como materia viva que era reaccionaba al paso cíclico de las estaciones, los días y las noches. Cuando asomaba la cabeza podía escuchar, si era invierno, el crepitar de la lluvia contra las hojas; podía contemplar como los altos tallos capeaban los vientos del norte; podía inspirar, antes de recogerme en mi habitación, el aire cortante de la mañana cargado de olor a tierra húmeda. En primavera, sin necesidad de abrir la ventana, podía escuchar la vida desperezándose de los meses fríos. Los primeros cantos de las rulas turcas marcaban el preludio de una explosión de vida; la vegetación se llenaba de movimiento, y cada semana llegaban nuevos visitantes emplumados que tomaban sitio entre la espesura, asentándose en sus antiguos nidos. Al anochecer, las ranas de un estanque cercano llenaban con sus cantos el vacío de la noche. En las cálidas tardes de finales de mayo, el silbido de los vencejos anunciaba el final de las clases y la proximidad de las vacaciones de verano. Estas veloces criaturas volaban sobre la vegetación alimentándose de pequeños insectos voladores y todos los años anidaban en la fachada de un edificio cercano.
Por desgracia, el desarrollo ciego, inexorable y destructor del ser humano puso el ojo sobre el pequeño vergel. En esta ocasión, me tocó a mí ser testigo de nuestro desenfreno... Todo comenzó una mañana, hace 7 u 8 años, cuando me despertaron los estridentes gemidos de unas desbrozadoras. Al subir la persiana pude comprobar como 4 personas se afanaban por eliminar toda la vegetación; los trozos de plantas saltaban por los aires y sus restos estaban esparcidos por el suelo. Estas cuatro personas se iban adentrando más y más en la espesura, como pretendiendo asestar al pequeño paraíso la última estocada en su tupido corazón. Al atardecer, no quedaba una sola planta en pie: esa noche fue silenciosa y triste.
Meses más tarde, en el lugar del vergel se había construido un parque. Recuerdo perfectamente el día en el que se inauguró; esa noche, cuando apagué las luces de mi habitación no hubo oscuridad... me di cuenta que no solo se habían llevado el vergel, también habían robado la noche. Las farolas del nuevo parque iluminaban todo a su alrededor. Así fue cómo aprendí que la ciudad, a diferencia de la naturaleza, jamás descansa. Los días que siguieron al advenimiento del parque fueron de adaptación. Como toda el área estaba acordonada y no se permitía el paso de personas, algunas aves comenzaron a aventurarse y a salir a las zonas de césped. Urracas y mirlos fueron los más osados, aprovechando el nicho vacío comenzaron a escudriñar las zonas verdes en busca de lombrices y otros invertebrados. Poco a poco se fueron uniendo a la fiesta más aves, los frágiles páridos comenzaron a dejarse ver por la mañana y a amenizar la calle con su canto. La vida silvestre parecía recuperar su antiguo vigor... hasta que, de nuevo, el ser humano volvió a imponer su férrea voluntad de silenciar la naturaleza.
Una pequeña infracción, todo comenzó así. Alguien que se había saltado el cordón del parque paseaba tranquilamente a su perro: el animal correteaba por las zonas verdes mientras ladraba animado. Tan solo dos semanas después, más de una docena de perros corrían por el césped, escarbaban la tierra, perseguían las aves y llenaban con sus excrementos las papeleras que nadie vaciaba. La tímida incursión de la fauna silvestre fue cortada de raíz otra vez. Uno o dos años más tarde, al vallar parte del terreno para emplazar tres nuevos edificios las aves volvieron a aparecer. Pero de nuevo, duró poco.
Ya han pasado varios años desde entonces; ahora, cuando me asomo a la ventana sólo veo cemento y ladrillo. El ruido de las hormigoneras monopoliza el ambiente, el enorme edificio ya no deja ver sol, las farolas ocultan la noche y las estaciones solo pasan en el calendario. Es triste comprobar cuáles son los cimientos del "progreso"; cuánto exigimos a la naturaleza y qué poco damos a cambio. La responsabilidad de nuestros actos se diluye y nos hace creer que es "algo inevitable", pero todos formamos parte del proceso.
A veces, cuando miro por la ventana me acuerdo de cómo eran las fotos antiguas de mi ciudad; pienso en la añoranza de las personas mayores cuando te dicen que aquí o allí, donde ahora hay cemento, antes había campo. Ahora, empiezo a compartir esa añoranza, ese sentimiento de desarraigo ante una ciudad gris, esa impotencia ante la locura del progreso... ¿qué puedo hacer yo?. Honestamente, no lo sé. Por mi parte, dar voz a estos crímenes silenciosos es una primera contribución; intentar sensibilizar a otras personas sobre la complejidad de la flora y fauna urbana puede que también ayude a cambiar algo.
Todos somos piezas de este mecanismo "imparable", somos un engranaje más de la sociedad y nos corresponde una fracción de responsabilidad y de capacidad de cambio. No hace falta que nos propongamos salvar el Amazonas; a veces, es más valioso y directo evitar una tala injusta en nuestro edificio, denunciar la destrucción de un nido, o informarse y dar voz a problemas ambientales que suceden en nuestro entorno más inmediato (objetivo de este artículo). Cuanto más conozcas sobre la naturaleza y biología de las especies que te rodean más consciente serás del problema al que nos enfrentamos. Si además nos hacemos cargo de aquello que está en nuestra mano cambiar, podremos influir de forma significativa en nuestra relación con el medio ambiente. Así, evitaremos vivir en un futuro artificial: sin vida silvestre, sin noches y sin estaciones.