Kabalcanty
El mundo más allá del canalillo (4ª parte)
Y, un par de años después, estábamos a las puertas de ese mundo peligroso al otro lado del Canalillo. Habíamos escuchado embelesados lo que ocurría allí, por boca de nuestras madres, tías o abuelas, y deseábamos vivirlo aunque fuera forrados de miedo. Nuestros huesos, nuestros músculos en formación, sentían la tensión a medida que nos acercábamos, pero no importaba. Sentí cómo el trozo de chocolate que había merendado se agriaba garganta abajo para emerger en mi boca en un eructo rancio que parecía la antesala de una arcada. Mis amigos, caminando tan lentos como yo y silenciosos, tensaban las manos en los bolsillos del anorak tironeando de los bolsillos.
Cuando estuvimos frente a los arcos, nos detuvimos instintivamente. Fueron unos segundos, acaso una indecisión que ninguno quisimos confesar, que disimulamos soslayándonos para ver quien daba el primer paso.
Mi primo fue el primero que atravesó los arcos. “Le ha echado más narices al que creíamos más cagón”, pensé siguiendo la espalda de Benito.
En aquel lado, el adoquinado de la calle Marqués de Viana se esfumaba dejando paso a una vegetación enmarañada partida por una hilera de juncos muy tiesos. Había cantidad de cascotes, trastos viejos, basura, que se mezclaba a su antojo entre los hierbajos. Cardos gigantescos, como jamás habíamos visto, cabeceaban sobre el diminuto sendero que nos abría paso, un camino trazado por el trasiego continuo de esos seres abominables que intuíamos tras el follaje amenazante.
— Mirad esto: es cojonudo.
Dijo Benito, cogiendo un pedazo de astil negruzco.
Ramón y yo buscamos con los ojos por los alrededores parecida arma. Al final nos conformamos con un par de ramas resecas de un árbol triste, sin hojas, que campaba solitario entre la broza.
— Menos es nada -dije, poco conforme con nuestras armas.
Nos fuimos adentrando por aquella selva. A lo lejos se veían las torres del Barrio del Pilar a nuestra derecha y hacia el otro lado las casillas de Valdezarza, y más alejadas las de Peña Grande. Mientras a la derecha las moles de cemento recortaban el cielo, a la izquierda los poblados eran manchas blancuzcas diseminadas caprichosamente. Sólo escuchábamos el crujir de los hierbajos bajo nuestros zapatos de Segarra.
— Joer, aquí no se ve a nadie. Ni vivos ni muertos. -comentó Benito, que se había hecho con el liderazgo comandando la expedición, crecido por la falta de peligros.
Pero poco duró nuestra soledad: una lluvia de piedras comenzó a caernos de improviso. Venían de unos cuantos chiquillos desarrapados armados con tirachinas que surgieron entre la muralla de juncos.
— ¡Corred, jodios mariquitas! -nos gritaban al tiempo que salimos de estampida camino adelante- ¡Largaos a vuestro puto barrio!
No paramos de correr hasta que nos dimos con unas casuchas, hechas de tablas y latas, en las que varios perracos nos ladraban desaforados. Dando brincos hacia delante y hacia atrás, nos congelaron atenazados a nuestras armas de madera.
— ¡Burriuuu! ¡Burriuuu! ¡Parad fieras corrupias, cago en dos!
Un hombre andrajoso, con un sombrero agujereado y una garrota fina, hizo que los perros salieran despavoridos hacia las casas.
— Y a vosotros, ¿qué hostias se os perdió por aquí?
Nos gritó el hombre acercándose.
Yo tenía un frío repentino, una tembladera interna que me percutía en los dientes y que me impedía hablar. Benito y mi primo debían tener algo parecido porque ninguno dijo ni pío.
— Por estos andurriales -dijo el hombre, dándole vueltas a una colilla babosa en su boca remetida- lo único que vais a encontrar es puta ruina, zagales. Así que arreando hacia vuestras casas. ¡¡Epa yaaa, carajón!!
Sacudió un par de veces su vara haciéndola sonar en el aire.
Volvimos a correr tomando otro sendero que nos llevaba hacia Valdezarza.
Nos detuvimos exhaustos en un claro donde la densidad de los juncos dejaba ver un arroyuelo de agua apestosa. Al unísono, dimos un salto en retirada cuando vimos una rata de agua zambullirse en el cenagal. Hizo un chapoteo circular, sacando el hocico por fuera del agua, hasta reunirse con otras dos que se lanzaron aprisa sin ni siquiera mirarnos.
— Empieza a ser muy de verdad lo que escuchamos, chavales. -pronunció mi primo atragantándosele las palabras.
Seguimos caminando, intentando retomar el sendero inicial que debía atravesar todo el territorio que abarcaba la zona selvática. Nos topamos con un par de gatos tiñosos que maullaron rabiosos mientras se lanzaban a la carrera ante nosotros. Con su velocidad alocada, hicieron levantar el vuelo a una nube de vencejos, gorriones y palomas que sacudieron los hierbajos y nos dejaron el corazón parado unos segundos.
— Se nos va a echar la noche encima, ya veréis. -dijo mi primo pesaroso.
Y era cierto. El cielo se estaba volviendo rojizo bordeando las escasas nubes con el mismo tono. Tras los bloques del Barrio del Pilar, surgía la hoguera monumental del ocaso.
— ¿Volvemos? -dije acobardado.
— Tiene que quedar poco para llegar al límite. Luego podíamos volver siguiendo Blanco Argibay para bajar a toda leche cuesta abajo por la calle Muller. Casi es más rápido eso que volver. -dijo Benito lleno de razón.
Le hicimos caso.
Cuando parecía que la luz débil de las farolas nos llamaba desde la civilización, se interpuso en nuestro camino un viejo que iba de la mano de un niño por su estatura y un hombre de edad indefinida por su rostro curtido.
— De noche todos los gatos son pardos.
Dijo, con voz grave, el niño-hombre.