Kabalcanty
El mundo más allá del canalillo (5ª parte)
Se acercaron más a nosotros empujándonos hacia una trocha donde los cardos se hacían más abundantes y compactos. Casi paralizados los tres, nos dejábamos guiar por esa pareja extraña sin decir ni mu. El enano llevaba al viejo de la mano como un lazarillo mientras que este alzaba sus ojos entornados hacia el cielo intuyendo un camino indescifrable.
— Más palante, allí donde humea la chasca, niños -dijo el enano con voz nasal y severa.
Llegamos a una chabola ante la que ardían las ascuas de una lumbre. Sobre ella, colgado de una barra de hierro con gancho, borboteaba un líquido dentro de un caldero repleto de lañas. Al vernos llegar, se levantaron perezosos tres gatos piojosos y un perro sucio de enorme cabeza que permanecían tumbados en torno a la lumbre.
— Padre, ¿se quedarán a dormir los zagales? -preguntó el liliputiense señalando la choza.
— No, Salustio. Estos pequeños deben marchar a su casa, pero no sin antes tomarse un caldo para que se les atibie el susto que tienen en el cuerpo. Han venido por estos andurriales sin saber que la salida se nubla con la noche.
Como tres pasmarotes permanecíamos de espaldas a la lumbre comprobando que la oscuridad ya era total a nuestro alrededor. Las farolas del Paseo de la Dirección se veían al fondo, tras la selvática vegetación, como los guiños de un faro inaccesible.
Con un gesto, nos convidaron a sentarnos en el suelo alrededor de la hoguera. El hijo entró en la chabola, después de sentar a su padre frente a nosotros, caminando aprisa con sus piernas arqueadas; andaba en un vaivén meneando sus bracitos como si fueran remos. Fue entonces cuando vimos que el viejo carecía de ojos, ya que sus párpados, cosidos en un burdo costurón, cerraban sus cuencas. La piel, fina y casi transparente, refulgía en el resplandor rojizo de la hoguera a modo de unos ojos tan cristalinos como imprecisos. Tras él, los tres gatos levitaban sus miradas fijas en nosotros, mientras el perro tumbó mansa su mole al lado del hombre.
El enano llegó con cinco cuencos de latón, cada cual más lleno de abolladuras, y los fue llenando con el mejunje del caldero de la lumbre y repartiéndolos. Sonreía con satisfacción cada vez que cogíamos el cuenco y lo observábamos reacios.
— Este caldito lo llama padre "levantamuertos" –comentó, riendo para sí.
Cuando todos tuvimos nuestra ración, el viejo se llevó ávido el cacharro a los labios para beberlo a sorbos ruidosos y chasqueando la lengua tras cada envite.
— Si no tomáis el "levantamuertos" no sacareis las fuerzas necesarias para salir de aquí, rapaces. Los miedosos siempre serán pasto de la oscuridad porque sus estómagos relinchan vacíos.
— Padre, porque no les cuentas la historia del tío Pastrana -dijo el enano con refocilo- Seguro que estos peques irán tomándose el caldo al compás de la historia.
Tenía pánico a tomarme aquel brebaje y lo mismo les pasaba a Benito y a mi primo. Lo cierto es que olía bien pero su aspecto amarillento y espeso era vomitivo.
— El tío Pastrana -comenzó el ciego, perdida su mirada vacía en la mancha oscura e inmensa del cielo- llegó aquí cuando tomó por mujer a la hermosa Isabela. Él, diez años mayor que ella, era tan recio y taimado como cualquier ingeniero del hambre, así que pronto se hizo famoso por estos lares con sus negocios con el estraperlo y el trueque. La felicidad y la buchaca llena les llevó a engendrar un hijo. El tío Pastrana gritaba a los cuatro vientos que su primogénito habría de ser príncipe de los menesterosos puesto que llevaría impresa la belleza arrebatadora de su madre y la mollera congruente de su padre. Pero no fue así, rapaces. Una noche de tormenta, allá al otro lado del arroyo de la Huerta del Obispo, dónde se aclaran los juncos y surge una explanada amable, en el chamizo donde se alojaban los Pastrana se presentó la primera desgracia: Isabela murió en el parto. El tío Pastrana se volvió triste, un hombre abatido que dejó de preocuparse por sus negocios. El hijo siguió creciendo aunque nunca al ritmo de los demás niños, pero él lo adoraba y le llenaba de todos los caprichos que le podía permitir su floja hacienda. Cierto día el niño se encaprichó de una gatita que encontró perdida entre los matojos. El tío Pastrana le ayudó a criarla y le enseñó cómo educarla para que no huyera de su lado. La gata creció sana convirtiéndose en uno más de la familia. Quiso el azar que una noche la gata se liara las patas en una enredadera salvaje de esas que crecen en las tapias y se extienden por suelo y tejados sin límite. El animal maullaba y maullaba aquella noche esperando que alguien lo sacara del apuro. Así la halló el niño, desesperado ante la ausencia del felino, y acudió despavorido al padre para que alcanzara a librarla. El tío Pastrana llegó al lugar y escuchó el lamento de la gata pero no acertaba con el sitio exacto. Escaló la tapia y justó cuando la tuvo a tiro, sintió en su rostro unos arañazos voraces que le hicieron perder el equilibrio y dar con sus huesos en el suelo. No murió, a Dios gracias, pero sus ojos sufrieron toda la ferocidad de las uñas de unos gatos que jugueteaban con la gata en celo y defendieron el peligro que suponía aquel humano que les despojaría de su botín. Así quedó el tío Pastrana: ciego, viudo, desvalido, lamentándose, noche sí y noche también, con una coplilla que sonaba de esta guisa y que entonaba, de la mano de su hijo de pequeña estatura, como el quejido de un ánima en pena.
"La noche hace pardos los gatos,
clara a la Luna, vivas las navajas,
pero mis ojos, cóncavos y vanos,
sólo asisten al soplo de mortaja
que mi bella Isabela de sus manos
llueve de las noches a las mañanas."
El viejo se había incorporado para entonar esa letanía haciéndolo con voz torrencial y buscando reclamos en las alturas.
Nos observamos los tres sin saber qué hacer, empachados con el caldo y su sabor añejo. Se me ocurrió aplaudir y mis compañeros me siguieron.
— Ahora, Salustio, acompáñalos hasta dejarlos en la boca de Marqués de Viana. Y llévate al mastín por si las moscas.
El enano se palmeó una pierna y el perrazo acudió junto a él movido por resorte.
Dejamos al viejo, cabizbajo, hundido en la oscuridad y alejado de la lumbre, y seguimos el paso decidido del hombre diminuto. El mastín iba delante con paso cachazudo pero atento a los sonidos que se agitaban entre el follaje.
— Por eso os dije que por la noche todos los gatos son pardos.
Nos comentó conteniendo una risita.