Manuel Pérez Lourido
Vida de gato
La presencia de un gato en una casa tiene más que ver con el reino del misterio que con el reino animal. No porque el gato sea un animal intrínsecamente misterioso, que lo es, sino porque nos envuelve en su enigma: al poco tiempo de su llegada, el gato comienza a sospechar de nosotros. Un inciso: vamos a intercalar referencias a "el gato" y "la gata" por dos razones: una, por la obvia necesidad de un enfoque feminista, de la que tan necesitado están los artículos sobre gatos, y dos, porque el único gato que conozco de primera mano es una gata y se llama Nala.
Nala suele detenerse en los umbrales de las puertas y quedarse mirando a los humanos con una mirada llena de recelo pero a la vez plena de sabiduría. Como si fuese el mismo conocimiento de lo que sea que conoce de antemano lo que le hace abrigar sospechas sobre nosotros. Y hace bien. Quienes conviven con gatos han dado un paso adelante en el terreno de lo inescrutable y son capaces de cualquier cosa. Incluso de realizar ímprobos esfuerzos, del todo punto inútiles, por caerle bien a sus gatos. No importa lo que uno haga para congraciarse con su gata e intentar que sus miradas cargadas de desconfianza se dulcifiquen: la gata solo abandonará su distante y displicente actitud cuando necesite que le rasquen la barriga, cosa que haremos llenos de satisfacción como unos miserables, ávidos de cariño gatuno. El mundo al revés: ese es el mundo de los gatos.
Se dice que fueron los egipcios, durante el cuarto milenio a.C., quienes domesticaron a estos animales. De ahí pasaron a considerarlos la encarnación de la diosa Bastet, que representaba el amor, la armonía y la protección. Los gatos, y especialmente las gatas, son amorosos cuando les viene en gana, eso es indudable. La armonía de su porte, de su forma de desplazarse como si no quisieran molestar al aire, también. En cuanto a la protección: en Egipto destacaron como cazadores de ratas y demás roedores, con lo que reducían los agentes transmisores de enfermedades contagiosas y mortales, como la peste. Su función depredadorea de las víboras cornudas (lo que oyen) proporcionaba seguridad a las casas situadas dentro de su territorio. No es de extrañar que a la muerte de un gato la familia se afeitase las cejas en señal de duelo.
Una de las mejores horas de Nala es la del anochecer de cada día, cuando se le dilatan las pupilas y te busca para que juegues con ella. O sea, para que hagas el gilipollas un rato. Esto se me ha dado bien desde siempre y, con solo esmerarme un poco, tirarle bolitas de papel y perseguirla por las habitaciones del piso, esos instantes se convirte en un deleite para el felino. Tenía que utilizar el término "felino" alguna vez, ya bastante he hecho aguántandome hasta ahora.
Aunque en el Antiguo Egipto los gatos estaban en altísima consideración, en Occidente no ocurrió lo mismo. Concretamente, los gatos vivieron mermada su estima durante la Edad Media, la época más oscura y supersticiosa de la evolución cultural humana. Como sucedió entonces con todo aquello que era extraño o incomprendido, la conducta de los gatos los hizo víctimas de las acusaciones más estrambóticas hasta el punto en que el gato se convirtió en símbolo del mal y del mismísimo Satanás.
Nala emite un sonido lejanamente emparentado con el maullido para que le abras una puerta, le pongas comida en la escudilla o le abras el grifo del agua. No se pone exigente, solo pesada. Toda la maldad que le he visto ha sido un par de bufidos cuando se le han enganchado las uñas en mi ropa y casi le retuerzo la pata intentándo liberársela. Y a los dos segundos ya estaba llamándome para que diese cuenta de otro más de esa ristra inagotable de favores en que consiste la relación de los seres humanos con un gato casero.