Valentín Tomé
Res publica: El Caso Máster, un nuevo paradigma de la sociobiología
Charles Darwin siempre sintió fascinación por unos insectos que parecían contradecir todas sus teorías por él postuladas en torno a la evolución, nos estamos refiriendo a las hormigas. ¿Cómo era posible que la mayor parte de los individuos que forman un hormiguero no se dedicara a la reproducción sino al cuidado de los hijos de otros? Si un principio fundamental de la vida era el de perpetuarse en el tiempo, ¿cómo es que una amplia mayoría de hormigas descuidaban las facetas reproductivas y se sacrificaban en pro de individuos que en principio nada tenían que ver con su linaje genético? No se podía decir que esta estrategia no condujese al éxito evolutivo. En la actualidad, la masa de todas las hormigas que pueblan la Tierra se eleva a más de un tercio de todos los insectos e invertebrados de todo el planeta. Además, este tipo de comportamiento no parece exclusivo de las hormigas, estrategias similares podemos encontrar en las abejas.
La explicación llegaría muchos años más tarde de mano de una nueva disciplina científica conocida como sociobiología. En 1960, el biólogo evolutivo británico William Donald Hamilton desarrolló un modelo matemático que intentaba dar cuenta de este comportamiento sin renunciar al gen como principio rector de la evolución. Si se estudiaban los grados de parentesco entre los diferentes miembros de una colonia, se observaba que toda su compleja organización social respondía a un principio que daba cuenta de ese comportamiento "altruista": la llamada selección de parentesco. Es cierto que muchos individuos se sacrificaban, pero lo hacían por el bien de sus parientes más cercanos, es decir, aquellos con los que comparten más genes. Así, las abejas u hormigas son entendidas en la actualidad como un superorganismo, es decir una totalidad viviente organizada en torno a complejas relaciones sociales encaminadas a preservar su cambiante equilibrio e integridad.
Sin embargo, más recientemente, algunos científicos, entre los que se encuentra el que es considerado por muchos el padre fundador de la sociobiología, Edward O. Wilson, se han cuestionado este principio de selección de parentesco. Para ello introducen un nuevo concepto, el de eusocialidad, que se refiere a la capacidad de ciertas especies de crear una compleja organización social dentro de la cual algunos individuos pueden llevar a cabo actos altruistas, en muchas ocasiones en contra de sus propios intereses, para beneficiar al grupo. Es decir, que existen una serie de genes, seleccionados por la evolución, que llevan a estos organismos, incluidos también los humanos, a comportarse de manera tribal. Para sustentar su teoría, publicaron un artículo en 2010 en la revista Nature, donde demostraron, a través de modelos matemáticos más complejos que los usados por Hamilton en su día, que la teoría de selección de parentesco carecía de valor explicativo.
Estudios más actuales de sociobiología evolutiva definen el altruismo como una apomorfia, un comportamiento nuevo, el de la aversión al trato desigual, como han propuesto Sarah Brosnan, profesora de la Universidad de Georgia, y sus colegas. Por ejemplo, en el caso de nuestra especie, el funcionamiento casi espontáneo del rasgo altruista involucra la liberación cerebral de endorfinas, opiáceos endógenos, que se expanden produciendo altas dosis de bienestar. La evolución, saltando al ser social, ha vinculado esa capacidad de felicidad intracerebral al altruismo, a fin de hacer que la percepción de igualdad de los congéneres sea, por la vía del autoplacer altruista, un recurso psicogenético exitoso para la población de los individuos en los que se desarrolla. Ahora bien, es de hacerse notar que este "autoplacer" solo se produce cuando ese comportamiento altruista se desarrolla bajo un contexto en que el autor de la acción está haciendo lo que cree "justo", es decir, siguiendo la regla de oro de la moral enunciada por Kant mucho antes incluso del propio Darwin: "actúa de tal modo que puedas igualmente querer que tu máxima de acción se vuelva una ley universal".
Sin embargo, como sabemos, y como hemos acabado de comprobar, las verdades de la Ciencia son siempre con minúsculas y temporales, a la espera de que nuevos datos o hechos empíricos pongan en entredicho las teorías dominantes en determinado campo. Y esto es lo que a mi juicio ha ocurrido en el terreno de la sociobiologia y su teoría del altruismo a raíz de todo lo relacionado con el conocido como "caso máster" de Cristina Cifuentes. De la lectura de la sentencia podemos realizar una reconstrucción de los hechos acontecidos en torno a este caso, y percatarnos de como el mismo desafía el paradigma dominante en sociobiología sobre el surgimiento del altruismo como estrategia evolutiva exitosa.
En su sentencia, el Tribunal deja constancia que el testimonio de Cristina presenta un "conjunto de incongruencias, relevantes e incompatibles con la actuación regular de un estudiante de posgrado", además de considerar "inexplicable" que la expolítica mantenga que llegó a defender su trabajo fin de máster (TFM) ante un tribunal. Es más, prosiguen los magistrados, el máster de la expresidenta "estuvo plagado de graves irregularidades". Nunca fue a clase y no tuvo contacto con ningún profesor. Y aprobó las asignaturas con unos supuestos trabajos de los que no quedan ni rastro y que siempre entregaba en mano al fallecido Álvarez Conde, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y director del Máster. A pesar de haber quedado acreditado, durante el juicio, la falsificación del acta del TFM, el tribunal concluye que "no ha resultado probada ninguna intervención" de la expresidenta en la fabricación del acta. Según los magistrados, más allá del interés que pudiera tener en conseguir unos papeles que "justificaran la regularidad en la obtención" del título, no se ha acreditado que "impulsara, sugiriera o presionara para la falsificación".
De hecho, la Audiencia Provincial dictamina que la verdadera responsable en todo este asunto fue María Teresa Feito, antigua asesora de Cristina en el Gobierno autonómico, quien "requirió" a una de las profesoras de la URJC para "confeccionar el acta" falsa. Y que se dirigió a la profesora de forma "insistente y agobiante" a través de llamadas y mensajes de teléfono para indicarle "que aquella situación debería quedar resuelta como fuere". Por ello, el Tribunal condenó a Feito a tres años de prisión, y a un año y seis meses a la profesora autora de la falsificación. La misma sentencia también abre la posibilidad de que el fallecido catedrático Álvarez Conde fuese el verdadero cerebro de la trama, ya que según quedó acreditado durante el juicio, había falsificado anteriormente los papeles de otros estudiantes (hay que recordar que en un primer momento la causa se centró en una trama urdida por el catedrático para regalar títulos a políticos: entre otros, al actual líder de la oposición, Pablo Casado; la investigación se envió, incluso, al Tribunal Supremo, pero este rechazó abrir una causa contra el ahora presidente del PP, lo que obligó a centrar las pesquisas únicamente en el caso de Cristina).
Es por lo tanto evidente que tanto en el caso de la exasesora como el de la profesora condenadas nos encontramos ante una acción que solo puede ser calificada de altruismo "puro". A pesar de ello, sus actuaciones no pueden ser explicadas a través de los paradigmas dominantes, anteriormente expuestos, en el campo de la sociobiología para describir este tipo de comportamientos. Ni hay selección de parentesco, ni tampoco grupal basada en la aversión al trato desigual o al autoplacer derivado de haber aplicado una regla moral. Atendiendo al imperativo categórico kantiano resulta manifiesto que estas dos personas no desearían jamás que su actuación se convirtiese en una ley universal, ya que, entre otras muchas cosas, ello supondría que sus propias titulaciones académicas, que suponemos obtenidas a razón de esfuerzo y mérito, carecieran de valor alguno ante la sospecha de una falsificación generalizada. Por lo tanto, es imposible que hayan podido experimentar satisfacción, asociada a una acción moral, alguna al realizarla (de hecho, durante el juicio, mostraron signos de arrepentimiento).
Nos encontramos, entonces, sin duda, ante un misterio científico. Resulta difícil plantear alguna hipótesis que dé cuenta del comportamiento mostrado por estas dos personas condenadas. No parece deducirse del mismo ningún tipo de beneficio: ni personal, ni grupal, ni moral… Más inexplicable resulta aún, si cabe, el del catedrático difunto, el cual, sin que en este caso tuviera lugar intermediación alguna por parte de terceras personas (los altruistas genuinos), se dedicaba a regalar títulos académicos entre algunos de sus alumnos sin que estos, al igual que en el caso de Cristina, siquiera se lo solicitaran.
Los lectores habituales de esta columna saben que en este país ocurren cosas muy extrañas. Esta es tan sola una más de las muchas que desafían los límites de la razón.