Valentín Tomé
Res publica: ¡Apretad!
En febrero de 2020 miles de agricultores españoles salieron a la calle para protestar por una situación que consideraban insostenible: precios por debajo de los costes de producción, abuso de las cadenas de supermercados, competencia desleal de países no comunitarios con mano de obra esclava, regulaciones europeas asfixiantes y una PAC con multitud de disfuncionalidades. La respuesta del vicepresidente del Gobierno ante sus reivindicaciones provocó sorpresa tanto entre sus filas como en el resto de la ciudadanía: "¡apretad, apretad!, porque vuestras reivindicaciones son justas y merecen ser atendidas".
Muchos de los suyos consideraron que Pablo Iglesias había perdido la cabeza. ¿Cómo puede ser que desde el Gobierno se alentasen protestas contra el propio Gobierno? Si estos manifestantes, pensaban muchos de ellos tirando de esa lógica maniquea que domina el pensamiento actual, lanzaban sus diatribas contra el Gobierno estaba claro que no eran de los nuestros, y por lo tanto no merecían ser atendidos, pues lo único que pretendían era desgastar al Gobierno progresista.
Por supuesto Pablo Iglesias pensaba de manera diferente. Como buen revolucionario sabía que la justicia o no de una reivindicación no se mide preguntando por la afiliación política de los manifestantes sino atendiendo a la naturaleza de las razones que conducen a esa manifestación. Y era del todo evidente que, en este caso, sus protestas ponían de manifiesto una situación de injusticia social. Por lo tanto, para una persona de izquierdas no quedaba otra alternativa más que mostrarle su apoyo.
Ahora bien, si Pablo Iglesias formaba parte del Gobierno, ¿cómo es que en lugar de alentar esas manifestaciones no se ponía a trabajar para intentar corregir esas injusticias?
La actitud mostrada por el vicepresidente tiene su paralelismo en una anécdota ocurrida casi un siglo antes en Estados Unidos. En los años treinta del siglo pasado, en plena aplicación de la segunda fase del New Deal para combatir la crisis económica de entonces, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt recibía a menudo demandas de sindicatos y organizaciones sociales que buscaban la aplicación de políticas más progresistas, con programas de ayuda y una nueva distribución de los recursos. Cuentan que Roosevelt mostraba su disposición y contestaba diciéndoles: "Ahora salid ahí fuera y obligadme a hacerlo". Y ellos se ponían manos a la obra. En 1937 se declararon en Estados Unidos 4.470 huelgas que duraron un promedio de 20 días.
Como podemos observar en ambas situaciones, tan separadas en espacio y tiempo, observamos un patrón común: ambos dirigentes, elegidos democráticamente, hacían llamamientos a su población para que llevasen a cabo acciones de protesta social. Pareciera entonces que para poder poner a la democracia a "trabajar" hacía falta algo más que depositar el voto en la urna. Pero, ¿cómo puede ser esto posible?, ¿acaso incluso en un régimen tan presidencialista como el estadounidense no se puede intervenir en la propia realidad por deseo y voluntad de su propio presidente que además ha sido elegido democráticamente?
La respuesta a esta aparente paradoja nos la da el propio Pablo Iglesias en una entrevista concedida pocos meses antes de su dimisión como vicepresidente. En ella, en un hecho hasta ahora inédito en la historia de la política moderna confesó: "Tenemos un sistema democrático, pero limitado por poderes que ponen muchas trabas y muchas dificultades a que la voluntad popular de la gente se pueda expresar. Estar en el Gobierno no es estar en el poder. Yo dije antes de ser vicepresidente del Gobierno que hay señores que mandan más que los diputados y los ministros y ahora, siendo vicepresidente, lo vuelvo a decir, hay dueños de bancos, dueños de grandes empresas que tienen más poder que yo y no les ha votado nadie". Es decir, Pablo Iglesias, al igual que Roosevelt antes, había experimentado en sus propias carnes, aquella frase del jurista nazi Carl Schmitt: "el poder no lo detenta quien lo ejerce, sino quien puede cesar a quien lo ejerce". Paradójicamente ante una declaración tan demoledora como esta, que dinamita todo nuestro sistema democrático, los titulares de la mayor parte de los medios de este país pasaron por alto sus palabras y se centraron en su comparación de los exiliados de la segunda República con los presos políticos catalanes.
Veamos por ejemplo la praxis democrática en nuestro país. A pesar de que la etimología de la palabra así lo indica, el pueblo no está ni se le espera para que pueda ejercer el poder más allá de depositar su voto en las elecciones a algún órgano de Gobierno. Es obvio que si estuviésemos hablando de una democracia que no se sonroja de llamarse así existirían, al menos, en la ley, mecanismos para poder ejercer la democracia directa en asuntos de importancia trascendental. Sin embargo, lo máximo que garantizan nuestras leyes son las celebraciones de referéndums consultivos, es decir no vinculantes, sobre decisiones políticas de especial trascendencia, convocados por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso de los Diputados. Es decir, que incluso si se diese la circunstancia de que el pueblo se "equivocase" al votar podría perfectamente ignorarse su decisión por parte del Ejecutivo. A pesar de ello, tras la reinstauración de la democracia en España en 1977 sólo se han llevado a cabo tres referendos en todo el país, sirviendo el primero de ellos para aceptar el texto constitucional.
No resulta difícil intuir cuál sería la voluntad expresada por el pueblo si fuesen consultados sobre muchas de las medidas que fueron tomadas por los diferentes ejecutivos en todos estos años de restauración democrática. O por irnos al presente, cuál sería su opinión sobre los acuerdos de Gobierno del PSOE y Unidas Podemos y que a día de hoy continúan sin ejecutarse: derogación de la reforma laboral, la subida del SMI (basada en un precepto de la Carta Social Europea que establece que debe ser el 60% del salario medio), la subida de impuestos a las rentas más altas, o la regulación de los precios de alquiler. O incluso podrían ser consultados, por proponer un tema de plena actualidad, sobre la nacionalización del sector energético o la creación de una empresa pública de energía para tratar de poner freno a una de las tarifas más elevadas y abusivas de toda Europa.
Estoy seguro de que al lector también se le ocurrirán múltiples cuestiones sobre las que la ciudadanía podría ser consultada y todas ellas de vital importancia para el bienestar de la amplia mayoría social. Y, además, como las anteriormente enunciadas, todas ellas no solo compatibles con nuestra Constitución, sino que emanan de manera natural de los preceptos contenidos en ella en cuanto a los derechos sociales.
Los apologetas de nuestro sistema democrático argumentarán, con razón, que el Reino de España no es una democracia directa, sino que se rige por los principios de la democracia participativa, y que, aun así, existen otros procedimientos, aparte de los referendos consultivos, por los que la ciudadanía puede intervenir en la cosa pública más allá del voto en unas elecciones.
El principal mecanismo, sin tener en cuenta los plebiscitos no vinculantes, es lo que se conoce como Iniciativas Legislativas Populares (ILP). La iniciativa popular está recogida en nuestra Constitución en su artículo 87.3 y siguientes y en la ley reglamentaria (Ley Nº 3 Orgánica de 1984). Se requieren 500.000 firmas acreditadas de ciudadanos para poder ser presentada.
A pesar de las ya de por sí limitadas competencias sobre las que a la ciudadanía le está permitido hacer propuestas legislativas (así no pueden afectar a materias sujetas a ley orgánica o de carácter internacional, ni reformar ley tributaria alguna, lo que excluye la Ley General Tributaria, la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, la Ley sobre el IRPF, la Ley del IVA), se han presentado en el Congreso de los Diputados 66 iniciativas legislativas populares desde 1977 hasta 2016. De ellas, solo doce superaron la barrera de las 500.000 firmas, y todas fueron rechazadas salvo una que ha pasado a ser ley, con el atractivo título: Proposición de Ley sobre reclamación de deudas comunitarias. Entre las rechazadas, todas ellas pasando ampliamente del medio millón de firmas: Proposición de Ley marco reguladora de la financiación del sistema educativo, Proposición de Ley reguladora de la jornada laboral, Proposición de Ley reguladora de la subcontratación en el sector de la construcción, Proposición de Ley para la estabilidad y la seguridad en el empleo, Proposición de Ley para el empleo estable y con derechos, o Proposición de ley de regulación de la dación en pago, de paralización de los desahucios y de alquiler social. Como se puede observar, todas las que han sido desestimadas, no hacían otra cosa más que cumplir con los mandatos constitucionales en temas de derechos sociales.
Mas por encima de todos estos argumentos, hay uno que, desde un punto de vista más abstracto, demuestra de manera irrefutable que el pueblo como sujeto político está muy lejos de ejercer el poder en toda su plenitud. En un sistema plenamente democrático, resultaría imposible que una minoría privilegiada (élite) acaparase la mayor parte de los recursos y la riqueza de esa sociedad en detrimento de la amplia mayoría social restante, incluso poniendo en riesgo su propia supervivencia, ya que estos sólo tendrían que tomar decisiones encaminadas a corregir esa aberrante desigualdad y restablecer cierto equilibrio material entre sus diferentes miembros. Es decir, la desigualdad excesiva, más aún cuando la riqueza se encuentra concentrada en un sector muy minoritario concreto de esa sociedad, jamás podría darse en un sistema democrático que ejerciese como tal.
Pues bien, por dar algunos datos en este sentido, en nuestro país el 10% más rico concentra más de la mitad (54%) de la riqueza total de España. De ellos, los más ricos poseen el mismo dinero que el 70% de la población. El 1% con más poder económico concentra casi el 25% de riqueza neta, mientras que el 50% más pobre se tiene que repartir tan solo un 7% de esa riqueza.
"Si votar sirviera para algo, estaría prohibido". Esa es una de las frases demoledoras que escuchamos decir a Carmen en el documental Carmen y Jimena: Futuro Imperfecto. La primera vive en Vallecas y está reconstruyendo un instituto abandonado para proporcionar un lugar de ocio a su barrio carente de recursos, y la segunda reside en Moncloa en el seno de una familia con comodidades económicas. A pesar de ser ciudadanas del mismo país, e incluso de la misma ciudad, ambas jóvenes viven en realidades radicalmente opuestas. Carmen siente que la democracia no tiene nada que ofrecerle pues piensa que es realmente impotente para cambiar la realidad de verdad, por ello invita a no votar.
A raíz de todo lo argumentado anteriormente, el lector puede pensar que mi postura es exactamente la misma. Pero no soy tan radical en ese sentido. Sigo pensando que el voto es un instrumento útil para intervenir políticamente en la realidad, pero, a raíz de toda la experiencia histórica y política, no podemos cometer el pecado de la ingenuidad; está claro que no puede ser el único, que además del voto es necesario que existan muchas Carmenes, que aprieten, que pongan a la democracia a trabajar, que construyan, en definitiva, soberanía popular. Y todo ello, esté quien esté en el Gobierno, pues como afirmaba Pablo Iglesias el verdadero poder está en otra parte, lejos de las urnas.