Carlos Regojo Solla
Lectores
En un libro se acumula siempre el trabajo de alguien que aporta cosas nuevas y desconocidas ofertando a nuestra curiosidad el valor de un aprendizaje que haremos propio. Tras su lectura, concienzuda o superficial, interesada, voluntaria, forzada…, siempre se termina con algún dato nuevo que añadir a nuestra experiencia.
Potenciar la lectura, animar a conocer el misterio que guarda un libro, cumplimentar la fascinación inicial que provoca ser abierto, evitará se frustre la oportunidad de volverse loco leyendo a la que tenemos derecho: un deseo inconsciente y enquistado que todos llevamos dentro, síndrome inequívoco de una enfermedad universalmente conocida desde 1645.
Del hábito señalado, rozando la sinrazón, sabe un montón mi Yolanda, "descifrante" de nuestra lengua vehicular oficial en el Oriente Védico, tutelada por el Instituto Cervantes en Delhi. Sanamente enferma de lectura, devoradora de un libro tras otro, con la pasión del hidalgo aquel (aunque mucho más guapa), llena de las ilusiones para transformar el mundo, portadora de una exquisita crítica y conversadora fluida, vive exprimiendo el jugo que un vocablo o una expresión tienen en un contexto y la influencia de este en obras más amplias como las de su biblioteca, amparadas minuciosamente en su exlibris.
Ha leído desde niña todo lo que caía en sus ojos, una friolera de títulos que a veces llevaba simultánea en grupos de tres o cuatro obras semanales. En sus apasionadas exposiciones, durante algún viaje (que era cuando más tiempo disponías de ella), uno se crecía con el placer de sentirse sobrepasado por quién toma tu relevo. Acomodada en el asiento trasero del coche, con un libro entre las manos, ajena al viaje, la sentías dialogar y reírse de las ocurrencias surgidas por los personajes del mundo aquel que había elegido para el día.
-¿Cómo eres capaz de leer tanto? - le pregunté en cierta ocasión en que tenía entre manos "Los Diálogos de Platón"
- ¡¡Abueelooo!! - protestaba por la interrupción en tanto sus mejillas se sonrosaban y se le acentuaban en ellas dos hoyuelos, heredados de su padre, que hacían verdad su "cabreo".
¡Nunca!, ¡jamás de los jamases!, le contaré el "expurgo" de más de quinientos ejemplares que acabo de hacer en mi biblioteca, aunque haya sido para un buen fin.
Pararse ante el escaparate de una librería, entrar en ella, y enfermar al contacto con el veneno de pasar páginas o de la lectura de sinopsis, observar la originalidad de las ilustraciones, tipo y tamaño de la letra, peso manejabilidad y olor del tomo; el deseo, en fin, de romper la engominada virginidad de lo nuevo, su tendencia a cerrarse…es tal que te sientes perdido e insatisfecho si no lo haces. Es una necesidad de toda época; para mí, que no me considero lector, es un disfrute más sabroso en invierno cuando el escaparate de la librería se refleja al otro lado de su luna, distorsionado en la mojada acera por causa del último chaparrón y los libros se abren y cierran solos llamándote desde el interior.
Recuerdo que la exigua biblioteca en la casa de la infancia estaba constituida por unos pocos ejemplares pese a lo cual era todo un tesoro para un hogar humilde, a saber: parte de la colección de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, un tomo con tapas forradas en una desgastada tela verde titulado Sinuhé, el egipcio, de Mika Waltari, alguna obra suelta de Vicente Blasco Ibáñez (Cañas y barro, llevada al cine en los setenta y La barraca), Miguel Strogoff (el correo del Zar) y El castillo de los Cárpatos, de Julio Verne, algunos libros de matemáticas, calculo y contabilidad y poco más de una docena de las pequeñas y amenas ediciones de las Selecciones de Reader´s Digest, además de un viejo tomo de cocina del que hablaré luego.
Pocos libros, todos y cada uno un tesoro, que los mayores se prestaban de unas casas a otras (como se hacía con aquella imagen de la Virgen que pasaba por casa cada quince o veinte días, que luego pasabas al vecino). Para la devolución se tenía un control comprometido aceptable exigiendo un cuidado del prestatario y una fidelidad en la palabra dada para la fecha de entrega. La familia Blanco ( Solita, Toño, Teresa, Lela, ...) amigos de casa solía disponer de más novedades lectoras que nos ofrecían en los cafés del domingo en su casa. Los Blanco inauguraron la primera chocolatería con churros que hubo en Pontevedra, concretamente en las recién inauguradas Galerías Oliva, centro comercial muy concurrido en la época al que habría que reimpulsar con alguna idea nueva.
Pese a todo había quien devolvía los libros con distintas marcas como dobleces de esquinas que indicaban los lugares donde se habían quedado las lecturas parciales o con subrayados impresentables que herían la sensibilidad del propietario.
Eran préstamos para una lectura que cumplimentaba el tiempo de ocio con el cine de sala los domingos, la radio, la prensa o las novelas espagueti de Marcial Lafuente Estefanía y de Keith Luger, para hombres, y Corín Tellado para mujeres, amén de alguna revista semanal que ya intercalaba publicidad sobre prácticamente los mismos productos que se publicitan en las revistas actuales.
Los TBOs eran caso aparte, porque académicamente estaban proscritos. Con frecuencia compartían espacio en nuestras carteras colegiales que en ocasiones eran revisadas por el profesorado de pasantías para ser requisados como si de posesiones diabólicas se tratase. Los adquiríamos nuevos, o de segunda mano en un par de librerías al uso, con las pagas semanales de un duro ( cinco pesetas).
En la librería Carmiña, frente al cine Coliseum, comprábamos los sobres sorpresa por una peseta. Elegíamos el sobre cerrado, tentando su grosor, que solía contener un par de tebeos desclasificados, mellados en su ángulo superior derecho y no estaban nada mal.
Cuando, con el tiempo se desarrolló mi interés por las publicaciones mencionadas en la pequeña biblioteca casera, fui observando como entre libros y experiencias personales aparecen conexiones que no esperabas. Así pues, alguna coincidencia posterior significó un poco más de interés hacia alguno de aquellos títulos. De esta manera tuve la suerte de conectar "La batalla de Arapiles" con el lugar real de la confrontación bélica al cumplimentar un requisito oficial de la carrera consistente en la obligada asistencia a un campamento de medio mes de duración que me habilitaría por entonces para poder impartir Educación Física y Formación político social en la Dictadura. La Transición mantuvo en vigor las titulaciones firmadas por Franco, pero, obviamente, los nuevos planes educativos dirigidos al desarrollo de una nueva sociedad, eliminaron los derechos de estas dos actividades. Dicho campamento me obligó a ir hasta las orillas del nacimiento del Tormes, en tierras "abulosalmantinas", en un pueblo con despertar de cencerros pisando pastos de montaña donde pacían los futuros chuletones de Ávila entre bosquecillos de pinos albares. El pueblo llamado Hoyos del Espino a los mismos pies del monumental Moro Almanzor y picos menores podría definirse entonces y aún hoy, como el campamento base de la Sierra de Gredos. Un territorio del que disfrute abundantemente en años posteriores viendo como aumentaban la familia y el conocimiento de nuevas rutas entre lagunas glaciares y ecos entre las paredes de la sierra.
Bailén y el General Castaños, también de Galdós, coincidieron a un tiempo con mis lecturas oficiales de preparación libre a ingreso en el Instituto para la realización del Bachillerato Elemental en un libro titulado Cien Figuras Españolas de Antonio J. Onieva, texto fijado por la academia de mi inolvidable profesor Don Manolo Gulias, fundador de la primera academia Cervantes de Pontevedra. El libro recopilaba la vida de cien personajes de la historia de España encabezadas por mi idolatrado Viriato, aquel pastor lusitano que como D. Alonso Quijano batalló tanto hasta que el engaño acabó con ellos.
De Blasco Ibáñez, su Jardín del Mentón que siempre me sonó a oriental. La poesía con que lo describe el autor valenciano la repetía mi madre con tal énfasis poético que se fijó en mi mente. Es el Jardín del Mentón una visita pendiente que tengo a esa Valencia impoluta de fuego, azar y damas de Elche que resaltan su belleza y lozanía a la luz y el ruido de la Nit del Foc. No hay nada más bello que una fallera con su tocado de trenzas y su diadema, su impoluta presencia y su olor a la frescura del azahar.
Pero volvamos al libro de cocina:
Contabilizado aparte y bajo la estricta tutela de Rosa, la abuela, consistía en un antiguo tratado sobre cocina que le había llegado en herencia luego de haberlo hecho, a su vez, a su madre y a la madre de esta y que, a día de hoy,está en manos de una nieta de Rosa. Era y es un libro totémico, prestado en contadas ocasiones hasta que en una de ellas volvió a casa con una página arrancada que la abuela reconoció como la de la leche frita y que fue repuesta nuevamente mecanografiada según instrucciones de la abuela cuyos ingredientes conocía de memoria junto al secreto que inutilmente buscó la mutiladora. Todo una auténtica joya en la cual se fiaban masas, salsas, tratamiento para la caza, repostería , tiempos, hierbas e ingredientes varios que hacían platos exquisitos cuyo bouquet hoy es imposible de encontrar. La abuela, además, ponía un punto especial a su cocina con aquellas manos de piel fina y dedos regordetes, y su paciencia. Cuando hablamos de ella, nos asombramos de su tranquilidad y llegamos a la conclusión de que allí, en la parsimonia estaba su éxito culinario… bueno y tal vez en el misterioso papel de estraza que siempre intercalaba entre los recipientes y sus tapas. "¡Chapeau", Rosita por tu cocina!! y por el celo que ponías para que nadie comiese una sola de las filloas hasta que todas estuviesen hechas.
Pasados los 60 comenzó el despegue comercial de algunas editoriales, así los comerciales de la editorial planeta o del Círculo de Lectores ocuparon con sus ofertas al menos treinta años ofertando en cómodos plazos la adquisición del Larrouse, Historia de la Música con vinilos y radiocasete, la colección en rojo de los Premios Planeta...
Libros, resistentes hoy al avance digital, que siguen atrayendo el interés de todos y que poseen la particularidad de despertar la sana demencia que movió al hidalgo a buscar un mundo mejor.