Manuel Pérez Lourido
El tubo dentífrico interminable
Tengo en casa un tubo de pasta dentrífica que no se acaba nunca. Si usted es capaz de decir "pasta dentrífica" y consigue pronunciar "pasta" correctamente, es usted una medianía como otra cualquiera. En mi casa se dice "pasta de dientes", como está mandado. Pues resulta que tengo en el cuarto de baño un tubo al que no se le agota la pasta. Ahora se lo explico.
Resulta que servidor sigue un procedimiento ancestral para extraer la pasta del tubo, con una técnica refinadísima (ignorada por la mayoría de la población) que consiste en apretar el tubo por el extremo opuesto a su boca. De este modo la pasta se va acabando del final hacia el principio. Por discusiones sobre la idoneidad de esta forma de proceder y, sobre todo, por incompatibilidad con la escuela que defiende la opción de presionar el tubo por cualquier sitio, es que servidor disfruta de su propio tubo de pasta en un hogar donde la gente aprieta el tubo por donde le da gana.
Cada vez que me cepillo los dientes, el tubo se va vaciando y el fondo del mismo adelgaza a ojos vista. Se vuelve plano poco a poco, de un modo regular puesto que suelo utilizar una cantidad casi idéntica en cada cepillado. Al cabo de un tiempo, la pasta practicamente ha abandonado el envase y, a simple vista, solo queda un residuo cerca de la boca del mismo. Es entonces cuando, en coherencia con el modo de proceder para su administración antes señalado, empujo la pasta hacia la embocadura doblando cuidadosamente el envase, hasta que brota una poca que deposito en el cepillo. Esta forma de aprovechar el tubo, que unos podrían tildar de meticulosa y otros, peor intencionados, de cicatera, tiene su origen en las penurias pasadas durante la guerra de Cuba, en 1898. Desde aquello duros tiempos en que la necesidad terminó siendo una dura maestra, me desempeño de semejante guisa.
Lo que hace extraordinario este relato de sucedidos es el hecho, ya señalado al perspicaz lector, de que el tubo de pasta que tengo en el aseo no termina de acabarse. Cada día vuelvo a apretarlo en tres ocasiones distintas y las tres veces obtengo la pasta suficiente para un nuevo cepillado. Parece como el milagro de la conversión del agua en vino en la Biblia, que no se daba acabado este por más que se sirviese. No tengo en las manos más que un delgadísimo y aplastado cilindro de plástico, pero lo devuelvo al cajón porque sé que horas después podré volver a extraer la pasta mágica.
Evidentemente, puede que ustedes no se lo crean, o que piensen que estoy exagerando. Por mi parte, allá cada uno. Yo también soy libre de presuponer que esos puntos de vista están motivados por la envidia.