Javier Yuste
Desconexión
En casa tenemos la discutible costumbre de cenar con el televisor encendido, coincidiendo con la segunda edición del telediario de turno. Yo, para no atragantarme con tanta «perla», procuro hacer el mismo caso que un león empachado ante la visión de una lozana hoja de lechuga, pero es imposible no ir cogiendo cosas, como el abrigo con la pelusa.
La última ha sido la breve algazara en torno al derecho a la desconexión digital de los empleados una vez acabada su jornada laboral, y que incluye la recepción de correos electrónicos y mensajes de Whatsapp. Por supuesto, donde se hizo más eco fue en la llamativa horquilla económica de sanciones del art. 40 de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social (la vulgarmente conocida como LISOS).
Y, claro, yo que soy autónomo que supera con creces las cuarenta horas semanales (y las que me echen), y sin nadie empleado, me pregunto si alguna vez me alcanzará, aunque sea por efecto simpático, el derecho a la desconexión digital con respecto a la clientela. Me tengo que explicar, y espero que nadie se cierre en banda creyendo que lo que voy a comentar a continuación es una fábula, una invención o una divertida hipérbole, pues a mí no me hace ninguna gracia.
Desde que irrumpieron las mal llamadas nuevas tecnologías, la relación profesional-cliente ha degenerado hasta el paroxismo. Cuando solo cabía la comunicación presencial y a distancia por medio de un teléfono que servía únicamente para realizar y recibir llamadas o, en última instancia, por el felizmente olvidado fax, esta relación se circunscribía al sacrosanto horario laboral.
La cultura de la inmediatez, que ha convertido en mito el recuerdo de los tiempos en los que me plantaba delante de un ordenador hacia el mediodía, se ha convertido en ingrediente legítimo de un menú inconmovible del día: recibir todo tipo de mensajes «urgentes» a cualquier hora, acompañados de curiosas reacciones por parte de los emisores.
Tengo por costumbre (otra aparte de la del telediario), apagar el teléfono móvil cuando regreso al hogar, así como encenderlo al levantarme de la cama. Mientras trato de ser persona ante el espejo del cuarto de baño, cepillándome los dientes por puro automatismo, el «azulejo» de las narices (no siempre, claro está), repica con toque de rebato o de fuego. Y en pantalla me aparece, una vez apuradas una taza de café y dos galletas María, la colección de gritos desesperados emitidos en medio de la pretendida quietud nocturna.
Los «mejores» son aquellos escritos por clientes que «sufren de insomnio», enviados hacia las tres de la madrugada y que, al despuntar el alba, ya han remitido otro email o «guas» exigiendo inmediata respuesta al primero. A estos les debe parecer obvio que, si padecen de insomnio, tú otro tanto de lo mismo y que eres un mochuelo de alas cruzadas y mirada clavada en el techo, postrado ante un monitor, esperando el tañido de plata que avisa de la llegada de un nuevo correo a la bandeja de entrada.
Estos más recurrentes se dan de lunes a viernes, pero también los hay que «despegan» desde el teclado ajeno al agotar la semana. Pero, claro, ¿debería de sorprenderme? ¿Acaso no he vivido escenas más surrealistas personalmente en persona, como diría el agente Catarella, de la comisaría de Vigata? A mí y a mis compañeros nos han llegado a espetar que nos sobra el dinero por no abrir el despacho y atender un sábado por la tarde o que somos unos vagos por no hacerlo en domingo. También, con voz sugerente y por si cuela, hemos escuchado preguntas que esperan una respuesta del todo inverosímil: si abríamos el 1 de enero, el 1 de mayo o el Día de Todos los Santos. A esta última, tras contener el aliento que salió disparado del averno más profundo y hostil de mi corazón, fui capaz de componer una contestación delicada: «algunos, por desgracia, tenemos que ir al cementerio».
Son momentos en los que me gustaría hundir el pulgar en el interruptor y no para apagar la luz, si me entienden. Y no, no son quejas fastidiosas proferidas por un vulgar atorrante.
Me quedo pasmado cuando compruebo que, cada vez más, hay negocios abiertos todos los días y a todas horas. Principalmente cuando me cruzo con veloces «riders» y «mensakas de la sonrisa» que te vende de todo y te lo lleva hasta tu casa, porque «lo necesitas ya mismo», arañando el asfalto a cualquier momento de la semana. Me siento como deambulando por un campo de centeno junto a un precipicio, donde siempre te asaltan los mismos terrores, los propios de un país en el que los derechos de los autónomos y no autónomos hace mucho que acabaron bajo las botas de tantos contagiados con la fiebre de la inmediatez y el egoísmo más sañudo.
En el fondo, los que curramos somos como niños coleccionando cromos. Peleamos por ciertos derechos y, una vez ganados, salimos disparados hacia el kiosco para comprar nuevos sobres que prometen completar la colección. Tachada toda la lista, los vamos dejando de lado en el fondo de una caja de zapatos, a merced de las polillas políticas y económicas, llegando el día en el que ignoraremos que una vez los tuvimos.