Javier Yuste
Quiero ser el camarada N. N. 23
«N. N. 23» es un episodio de unos sesenta minutos de duración, filmado en 1965 para la venusiana serie de televisión «Historias para no dormir». Un relato absurdo y esperpéntico que lleva por subtítulo «Mañana puede ser verdad» y que representa un brutal aldabonazo tanto para sus coetáneos como para los que hollamos este 2021.
El propio Narciso Ibáñez Serrador, en off y durante los primeros compases, nos introduce en una historia que, como afirma, puede suceder dentro de unos años, de unos siglos o de un milenio, y que toma elementos prestados de «Un mundo feliz», «Fahrenheit 451», entre otras obras, como cierto relato de Isaac Asimov cuyo enunciado no logro recordar.
Siendo "prudente", Ibáñez Serrador ubica su sátira distópica mil años en el futuro, en un mundo regido por un dictador global, de físico bufonesco-comunista capaz de hacer sonreír a los no tan hábiles censores de RTVE. Un mundo en el que las ciudades han crecido hasta ocupar toda la superficie seca. Un mundo en el que las vacas sólo habitan en los zoológicos, tener plantas en casa es antihigiénico, los libros se destruyen en quemas públicas, la comida es sintética y existen profesiones obsoletas, como la de poeta; profesión ésta que ejerce el protagonista, el camarada N.N. 23 (para "variar", encarnado por Narciso Ibáñez Menta). Un mundo totalitario y de burocracia hipertrofiada que exhorta al ciudadano a no hablar y a no pensar para, así, poder divertirse. Un mundo en el que todo paisano cuenta con un telencéfalo, una ridícula diadema con la que conectar con los canales de comunicación y ocio estatales a cualquier hora y en cualquier lugar, y que nos conduce a una escena en un vagón de tren en el que yo no pude ver otra cosa que un reflejo, con medio siglo de anticipación, de nuestra realidad actual: todos callados, absortos y encorvados sobre nuestro teléfono móvil, invisible y eternamente conectado a la Red.
En una reunión del Congreso de los representantes de las naciones de la Tierra, el portavoz del Imperio de los valles de Andorra, en las carnes flácidas del divertidísimo Alfonso del Real, transmite un amenazador mensaje contenido en una bola de metal cuyo origen sólo puede ser extraterrestre y que reza así: "Terrestres: estáis gobernados por imbéciles, por un grupo de ineptos que no han sabido daros un porcentaje decente de felicidad. Este no es un mensaje, es un ultimátum. Si los gobiernos de la Tierra no logran en un plazo de treinta días que un mínimo del 85% de la población mundial sea feliz, arrasaremos el planeta".
Como medida desesperada, todos los gobiernos y los jefes supremos renuncian a sus poderes y se encomiendan al pobre N. N. 23, fósil viviente de un mundo extinto. Con timidez y humildad, el poeta (aunque él nunca ha escrito poesía, sino que sólo ha podido leerla en los contados volúmenes que se conservan), el hombre honesto y sincero que se contenta con un jardín con una fuente a cambio de aceptar el cargo, se dirigirá a las masas exhortándolas a dedicarse a las pequeñas cosas que muchos, en los tiempos recientes de pandemia, han descubierto o redescubierto para perderlas de vista durante el primer puente vacacional sin restricciones. N. N. 23 nos anima a que encontremos la felicidad en la sencillez.
Ante la desmoralización política, el pueblo llano comienza a seguir las directrices del poeta y alcanza la plena felicidad apartándose de la senda de hierro estatal, adoptando cierta postura contestataria, antisistema y políticamente incorrecta, hasta que se descubre que la bola de metal y su mensaje es de origen terráqueo, creados por un matemático un tanto "bromista". Como respuesta a semejante afrenta, los políticos no tardarán en responder y en revolverse en sus butacas, reclamando la restitución de sus poderes y del statu quo que han mantenido durante siglos, para lo cual acusarán al poeta, al camarada N. N. 23, de dictador, traidor y usurpador. El infeliz, creyendo que le iban a conceder al fin su jardín con su fuente, será ejecutado en el paredón por un pelotón compuesto por casi mil fusileros, representantes de todas las naciones e imperios "engañadas", excepto de una (exiguo brillo de sensatez en un mundo insensato).
La distopía se amarga aún más cuando se decide que el puesto vacante de poeta en la sección de profesiones obsoletas no sea cubierto por nadie, pues la sociedad no lo necesita para nada.
No es la primera ocasión en la que me sirvo de esta columna para hablar de ciencia ficción en blanco y negro y de su rebote cristalino e infausto en nuestra supuestamente vibrante actualidad. ¿De verdad el ser humano en sociedad ha sido tan transparente en cuanto a su dinámica de futuro inmediato? Visionarios o videntes, los escritores del género se dedicaban (y dedican) a observar su presente y a experimentar en papel lo que otros podrían haber hecho con ratas de laboratorio. No les hacía falta consultar otra baraja que la que se abre y se reparte en el tapete social estático sobre el filo de la navaja.
La masa poblacional está más dada a la eliminación de la individualidad y a entregarse sin ambages a la «protección» que otorga un aparato político-partidario que la incita a abandonar el uso de las facultades inmanentes a la humanidad: el libre albedrío y la imaginación. Pero lo que nadie supo prever en sus escritos proféticos, incluido Ibáñez Serrador bajo el cómodo pseudónimo de Luis Peñafiel, es que la sociedad nunca ha tenido tanto acceso a sus derechos como ahora, pero ha sabido adoptar las máscaras sonrientes que la liberan de la pesadez muscular de sonreír; se ha organizado en grupúsculos represores, de camisas pardas de alteradas tonalidades, que asumen el control ético y moral de policía sobre la libertad individual de los demás. Vamos, que la imbecilidad viscosa de los que nos gobiernan se nos ha pegado (o contagiado), sin que ello suponga que la muchedumbre pierda la fe en el estamento superior legitimado por las urnas y la desidia.
La coacción confundida con la defensa de la libertad (falsa libertad a pesar de todo), que es pródromo que conducirá a una muerte anunciada y coordinada de la Humanidad.
Yo no soy poeta, pero sí pésimo escritor. Y más desde hace un tiempo para acá si cabe, me he visto tentado por la idea de abandonar la escritura, de meter a presión en mi cabeza las palabras o, en sentido inverso, eructarlas en corrillos biliosos donde todo vale y nada permanece. Pero me resisto a ser otra pieza más del engranaje, a someterme a la opinión prefabricada de los demás, a la falta de autoestima… Podría correr hacia el árbol, hacia ese árbol distinto del prohibido que hay en el Edén. Pero no. Prefiero anhelar el jardín con su fuente. Ser N. N. 23. Sólo que espero no estar solo.