Marisa Lozano Fuego
El insti
El Insti molaba. Si ya sabía yo, que esto de poder vestir ropa de calle y dejar al lado los cuadritos y el uniforme iba a favorecer mi estética. Por pura rebelión, esta se hizo un tanto estrafalaria, digamos que las botas Art, vestido hippie largo y una cinta en la cabeza no parecían mostrar la inofensiva imagen de adolescente de quince años que realmente era. Pero yo quería enviar un mensaje al mundo: esta es mi estética, es mi liberación. Recuerdo pintar mis labios de todos los tonos, incluyendo una vez el negro. Recuerdo tener el pelo de todos los colores, menos del mío.
Es curioso, mi rebelión se centraba en la ropa, a la sazón no bebía ni fumaba, y seguía estudiando mucho, nadie pudo decir es esos años que ser hija de docente me favoreciera a nivel académico. Antes bien podía perjudicarme, me avisaron al llegar. Pero yo había sufrido tanto en el cole que poco me importaban los dimes y diretes, aquello no podía ser peor. Y no lo fue. En absoluto.
Mi madre llevaba toda su vida, desde que sacó la oposición a agregada, dando clase en este instituto, y tenía como todos los profes, alumnos que la estimaban, y otros (los que iban a Septiembre) quizá no tanto. Durante los años de Insti me acostumbre al apócope de “la hija de La Lozano”, llevando como orgullo su apellido, parecía que el primero mío (Carrillo) se hubiera esfumado en boca de la gente. Pero es que allí todos los profes tenían artículo delante del apellido, y claro, los vástagos heredábamos el estandarte. No puedo decir que en los tres años que estuve allí, COU incluido, nadie me hiciera de menos a la cara ni me sintiera excluida. Tenía fama de ir a mi bola, vive y deja vivir, como en el Libro de la Selva, y lo cierto es que era verdad. Poco me importaban los cotilleos de patio o quién se liaba con quién: me importaba sacar las asignaturas, mi grupo de amigas (éramos las cuatro fantásticas, parecíamos las Spice Girls, con nuestra multitud de estéticas y perfiles) y el transcurrir de la semana, esperando que llegase el finde para echar unos bailes inocentes en una disco que luego mencionaré.
Sí, el Instituto olía a pizarra, libros nuevos o heredados, gafas, sueños, declinaciones, yeso y mucha, mucha vocación docente. Los pupitres recuerdo que eran verdes, los encerados de pizarra, los profesores, amplia gama de fisonomía y asignaturas, resultaban barnizados de aquel hálito de ternura que posee la gente que ama su profesión y la ejerce con unos kilos de paciencia, sentimientos encontrados y un poco de nostalgia y otro poco de impaciencia al pensar en el día de la jubilación.
Sí, me sentía cómoda entre aquellas cuatro paredes, con aquellas compañeras y compañeros, procedentes de todas las clases sociales, género, estéticas, pensamientos y tamaños.
Siempre me ha gustado la variedad. El bullying no se permitía, al menos no conocí ningún caso fuera de los típicos grupetes que se caen bien o se caen mal, pero cada uno en su camino.
Principales sustantivos con que yo calificaría el Instituto al que asistí: Libertad. Tolerancia. Igualdad. El debate de si mi percepción estaba sesgada por lo antes vivido, o si mi actitud era positiva desde un inicio y eso determinó mi destino, lo desconozco. Tampoco sé si podría decir que fue porque se trataba de un centro público o no. Pero el caso es que nunca percibí un trato discriminatorio ni al revés, favoritismo por parte de ningún profe ni compañero/a. Era igual de estudiosa que antes, si bien me tiraban más bien las asignaturas de letras y cuando me tuvieron que arrear un cate en Matemáticas, me lo arrearon y aquí paz y después Septiembre. Luego descubrí una academia estupenda allí cerca y en COU llegué a sacar, con otro profe, un ocho en tal materia, que para mí fue un verdadero logro. Los sobresalientes en Lengua, Gallego e Inglés eran rutina, pero esa nota para mí valía más que todos ellos, porque la sudé muchísimo. Por lo demás, en el trato personal, no notaba aristas.
Ninguna diferencia. Ninguna persona que viniera a burlarse de mi estética aunque era francamente estrambótica, con lo cual yo sentía que tenía plena libertad de expresarme a través de la ropa como nunca antes había hecho. Nadie que me llamara chapona, porque sabían que me lo ganaba con justicia. Cuántas horas desgastando codos para que mi madre estuviera orgullosa. Para estarlo yo también. Presión, si cabe, más que en el otro cole.
Los bailes del fin de semana eran en la desaparecida discoteca que ahora es una pizzería, un lugar de luces tenues y música alta donde podías pedir al DJ una canción y donde había cola para bailar junto al ventilador. Siempre me gustó ese lugar, y tendía a subirme al ventilador para que mis pelos largos ondearan al aire y evitar esa multitud sudorosa que bailaba pegado porque si no no era bailar, a tres metros bajo mi improvisado cielo.
Sesión de tarde, por supuesto había hora para volver a casa. Era curioso cómo iban ampliando la hora de tus amigas y por consiguiente, la tuya. Esto nos daba una sensación ilusionante, si es que puedo decirlo así: el beneficio de unas era el beneficio de todas.
De aquella no había mozalbetes en mi corazón, ni con carilla de rana ni vestidos de pastorcillo, esa es la verdad. De mi experiencia anterior quedé escaldada y me limitaba a relacionarme con amigas, libros y sombras de ojos: así me sentía segura.
De aquella época recuerdo los olores fuertes, a colonia, tiza y música (sí, la música huele, a libertad y armonía), la sensación de inmunidad frente a todo y la fortaleza de espíritu de aceptar los cambios así como venían, que era muy rápido.
Creo, sin desmerecer la Universidad, que el Instituto fue uno de los períodos más felices de mi vida académica, justo porque no iba asociado a lo académico, sino a la adolescencia y todo lo que esta conlleva.
La adolescencia es ese período que huele a soledad, espinillas y margaritas deshojadas, libros de texto raídos y tardes de verano estudiando para Septiembre las derivadas o los ríos de España.
Es aquel maremagnum de sensaciones que sobrecoge cuando descubres que el primer beso te lo ha dado una rana y no un miembro de la Monarquía, es cuando escuchas una canción tonta una y mil veces, la grabas en tu subconsciente y te extraña por qué al resto del mundo no le agrada.
Es una época en la que el qué dirán los miembros de tu tribu se convierte en algo importante, es el tránsito de oruga a capullo (unos más capullos que otros); que se produce dolorosa y tiernamente, como arrancar una planta de la Tierra.
Vas al Instituto y empiezas a lucir estéticas extrañas, vestidos hippie y cintas en el pelo, botas Art y maquillaje excesivo para ocultar una espinilla o una lágrima. Vas a tu pupitre y estudias los corazones pintados a boli o grabados a navaja, y te pegas los dedos con el chicle que alguien dejó bajo la mesa. Escuchas las lecciones con una mezcla de interés y aburrimiento, pensando si todo un grupo de treinta personas y un/a profesor/a no estaría más a gusto dando clase en los jardines de la Alameda, una tarde de sol.
Años más tarde recuerdas aquellas vocaciones docentes con cariño, recordando la paciencia que tenían cuando decían “Fulanito, no le aviso más”, y aún avisaban cuatro veces antes de sacar al susodicho de clase, y otras veces con enfado, recordando el cate en Matemáticas que a alguien le estropeó el verano.
La adolescencia es esa época donde vas a una discoteca llena de luz y color, como decía Marisol, y pides al Dj tu canción y bebes Malibú con piña, o Kas naranja, porque el Ron cola es un poco fuerte para los quince años de antes, y te bamboleas al ritmo de Eiffel 65, Shakira, o Sergio Dalma, y te echan con la banda sonora de Twin Peaks.
Ahora esa discoteca es una pizzería, y han derribado su famoso puente, sus regios altavoces, y el local que fue testigo de tantos primeros abrazos es ahora una cadena de deliciosa pasta donde los tortellini son protagonistas.
El Insti sigue siendo el mismo, y a veces te acercas a verlo por fuera, con la excusa de Aute : “pasaba por aquí”, y te congratula saber que sigue lleno de adolescentes varios, con mentes y estéticas diferentes, y profes abnegados que moldean sus mentes ejerciendo su vocación.
Cuando eres adolescente no te preguntas por qué, si no por qué no, todas las vías están abiertas y todos los caminos pueden conducir a la senda correcta.
A veces me gustaría cerrar los ojos y dar un salto en el tiempo, porque aunque la vida me haya dado algunas respuestas, creo que en aquella época comprendía mejor…las preguntas.
Marisa Lozano Fuego