Valentín Tomé
Res publica: El amor en tiempos de neoliberalismo
"Mas ¿quién ama lo que ignora? Se puede conocer una cosa y no amarla; pero pregunto: ¿es posible amar lo que se desconoce?" Esta frase de San Agustín enunciada en su libro VIII de La Trinidad esconde una de los pensamientos más profundos de la historia de la humanidad. En ella el filósofo cristiano deja claro que el conocimiento es una condición necesaria para el amor, no suficiente, por supuesto, pero si en verdad queremos experimentar ese misterio llamado amor debemos previamente conocer la naturaleza del sujeto amado.
Es algo que el lector habrá experimentado en infinidad de ocasiones. Cuando, por ejemplo, un ornitólogo le ha presentado las diferentes especies de aves que habitan en un entorno. De repente, lo que en su mente no eran más que pájaros se convierten por arte de magia en su mente en seres cargados de atributos, con sus particularidades, con sus adjetivos… A pesar de que el estímulo visual sigue siendo el mismo, ya no los vuelve a ver de la misma manera, lo que antes eran impresiones borrosas adquieren ahora claridad, dejan de ser objetos para convertirse en seres en sí. Ese cambio sensorial ha sido facilitado por el conocimiento. Surge entonces la posibilidad del amor, y que usted se transforme en otro ornitólogo más, que su amor por las aves sea tan desenfrenado y obsesivo que para usted no exista otra cosa más en el mundo y dedique su vida a ello, al menos durante un tiempo.
Esta "claridad" visual, este dotar a las cosas de atributos, y por lo tanto que el amor surja como posibilidad, se da cada vez que aprendemos algo. Y este aprendizaje puede ser inducido, es decir enseñado por otro, o partir de la propia subjetividad. Cuantas veces, fruto del aburrimiento, nos ha dado por ponernos a leer un libro, que hasta aquel momento permanecía como un conjunto de caracteres dormidos a la espera de ser despertados por alguna mente, y nos hemos visto atrapados, agarrados a un mundo del que nada habíamos sabido hasta ahora. Y se desata entonces la locura; de repente, todos nuestros intereses se centran en saber más cosas sobre el autor y su obra si se trata de una novela, o sobre la disciplina de la que nada sabíamos si se trata de un libro de divulgación. Surge entonces el amor.
Resulta imposible apreciar la sutileza de un movimiento de ajedrez durante una partida si uno siquiera conoce las reglas del juego; la elegancia de un teorema matemático si ignora las leyes de la lógica; el virtuosismo de un pianista si no sabe lo que es una armonía; o, como no, la belleza de un ser si lo desconoce todo sobre su alma. Todos esos encantos permanecerán ocultos para quien vive en su ignorancia.
Porque enamorarse es un acto de valentía. Ese hundimiento hacia el abismo va acompañado siempre de una profunda despersonalización. El yo, y toda su sintomatología neurótica, todos sus deseos primarios y pulsiones, se diluyen y solo permanece el deseo irrefrenable de fundirse con el objeto de nuestro amor. Dejamos de hablar y actuar desde nuestros prejuicios o intereses egoístas, y apreciamos, en esa disolución, una trascendencia, una universalidad, la belleza más allá de nuestra individualidad. Si lo pensamos bien, es lo mismo que ocurre cuando hablamos desde el lugar de cualquier otro, es decir, desde la razón. Por eso, el amor solo puede surgir desde el conocimiento.
Si el conocimiento es la condición necesaria para el amor, también lo es para la erradicación de su opuesto, el odio. ¿Cuántas veces el lector ha modificado sus impresiones negativas sobre el otro, basadas en estereotipos o prejuicios, a partir de haber tenido la oportunidad de conocer a esa persona? Es por ello que la terapia psicológica que mejores resultados arroja para el tratamiento de las fobias es la cognitivo-conductual, pues desde el conocimiento podemos también vencer el odio o el miedo.
¿Qué condiciones entonces deben darse para enamorarnos, para que el amor surja como posibilidad? La fundamental, sin duda, es el tiempo. Para poder amar, debemos disponer de tiempo, tiempo más allá del reino de la necesidad, es decir, tiempo libre. De la misma manera, ese tiempo debe extenderse al ente del que podamos enamorarnos, es decir, este debe estar dotado de una cierta perdurabilidad o estabilidad, pues el conocimiento solo puede darse allí donde lo que deseamos comprender permanece en el tiempo. Ya decía Platón que conocer es recordar, y la memoria necesita de una experimentación sensorial y cognitiva constante para poder desarrollarse. En definitiva, aunque pueda resultar paradójico, el amor necesita de cierta disciplina, de un poner atención, de un ejercicio del pensamiento, para enraizar así el recuerdo, y poder entonces conocer, pues no hay conocimiento sin memoria, y por lo tanto no puede amor sin memoria.
Ahora bien, ¿es posible entonces el amor en estos tiempos neoliberales? Si algo caracteriza a nuestra posmodernidad, es la falta de tiempo libre. Las jornadas laborales no han cesado de aumentar en las últimas décadas. A su vez, la incertidumbre es el sino de los tiempos; la mayoría de los trabajadores han experimentado ya más contratos y tipos de trabajo diferentes que todos sus ancestros juntos; temen ser despedidos, trasladados a otras ciudades, u obligados a "reciclarse" a otras funciones dentro de la empresa. Para el "emprendedor" o persona que se explota a sí misma, el tiempo libre es un lujo del que solo ha oído hablar. Para el desempleado el tiempo es también un recurso escaso, pues en su búsqueda desesperada por encontrar un empleo, se ve empujado a "formarse" en aquellos campos donde parece ser que puede haber una mayor oportunidad laboral. El turbocapitalismo ha puesto a la clase trabajadora como ratones enjaulados en una rueda, en movimiento y agitación permanente para terminar permaneciendo siempre en el mismo sitio. No son tiempos, ni hay tiempo, para el amor.
Pero la cosa no termina aquí, los que trabajamos en el sistema educativo sabemos que la memoria, recordemos, esa antesala del conocimiento, es decir, del amor, no está de moda. ¿Para qué obligar al alumnado a memorizar algo si todo está ya en Internet? Lo que nadie sabe responder de momento, siguiendo con la pregunta enunciada por San Agustín al comienzo de este artículo, es cómo va a mostrar un alumno interés por algo, es decir, amor por algo, de lo que siquiera conoce su existencia. En definitiva, ¿cómo conocer algo que no forma parte de nuestra memoria?
Si hay una disciplina que nos enseña a amar, esa es, sin duda, la filosofía, el amor a la sabiduría, es decir, el amor al conocimiento, es decir, el amor a la posibilidad de amar. Pero el amor no es productivo, ni siquiera es consumista, pues como acabamos de ver, enamorarse consiste en disolver el yo, en olvidarse de uno mismo, y, por lo tanto, no puede haber algo más anticapitalista. Es por ello, que la filosofía no forma parte de los saberes "útiles" de nuestros tiempos, y ha sido por lo tanto eliminada del currículo de secundaria.
El neoliberalismo necesita de la presencia constante de nuestro yo neurótico, con todas sus pulsiones, con toda su individualidad encerrada en sí misma, para convertirnos en consumidores compulsivos de un mercado ilimitado, donde la escasez no forma parte de la ecuación. ¿Cómo amar una canción si dispongo de un número astronómico de ellas? ¿Por qué centrarme en una sola si la oferta es infinita? Y además no dispongo de mucho tiempo, así que salto de una a otra, sin escuchar realmente ninguna, sin posibilidad de fijar alguna en mi memoria, sin oportunidad para el amor… ¿He escuchado antes esta canción? ¿Cómo se llamaba aquella película? No recuerdo haberla visto. Y ese libro, ¿quién lo escribió? ¿pasé del prólogo? ¿de qué trataba?... Paradójicamente, en el reino de la superabundancia y la sobreestimulación, lo que realmente habita es la nada más absoluta.
¿Cómo enamorarse de algo o alguien en estas condiciones? La obsolescencia programada, otro sino de nuestros tiempos neoliberales sobre los objetos, hace que nada permanezca, la entropía gana la partida demasiado rápido, la memoria o el conocimiento no tienen ni una sola oportunidad. De la misma manera, el ser humano, temeroso de caer también en esa obsolescencia, lucha por mantenerse siempre joven, por no ser retirado del mercado. En su escaso tiempo libre, va al gimnasio, se somete a tratamientos de belleza o a operaciones de cirugía plástica. El caso es tener todavía la posibilidad de consumir en el mercado de la carne. El otro como un cuerpo en el que satisfacer y agotar nuestras pulsiones. Ya lo dijo nuestra Thatcher castiza, "en Madrid puedes cambiar de pareja y no volver a encontrártelo nunca más". El otro como un medio, no como un fin.
En estos días, se habla bastante de los efectos de un gran apagón. La mayor parte de la gente reacciona horrorizada ante la posibilidad del agotamiento de los combustibles fósiles o de los metales raros esenciales para la fabricación de todos nuestros aparatos relacionados con las nuevas tecnologías. Termine produciéndose o no en el corto plazo, el caso es que ese escenario es una consecuencia necesaria de un teorema que, salvo que se sea político o economista, es fácilmente comprensible por cualquiera: no se puede crecer infinitamente en un planeta finito. Como el capitalismo necesita de una dinámica de crecimiento económico constante para su supervivencia, se concluye entonces que este no existirá siempre. No afirmo que lo venga después será mejor o peor, eso dependerá sobre todo de nuestras decisiones y nuestros actos futuros como especie, el futuro está abierto, pero si decíamos que el conocimiento es la posibilidad para el amor, ese mundo decrecentista es el ambiente óptimo para que este pueda germinar. En él, cada objeto, cada cuerpo, cada ente se valorará en su justa medida, permaneciendo en el tiempo, reparándolo cuando así lo exija el aumento inevitable de la entropía, cuidándolo, observándolo, estudiándolo como un inmenso regalo de la Naturaleza, del que existe la posibilidad de enamorarse, experimentando así el más bello y trascendental qualia de los que encierra nuestra psique.