Marisa Lozano Fuego
El último baile
Si algo recuerdo de mis años mozos son aquellos bailes. Empezaban a eso de las diez en la tarima de la desaparecida Carabás y duraban hasta más allá de la una, o una y media, cuando cerraba la primera sesión. Eran bailes improvisados, mágicos, emulando el movimiento de caderas de las mil y una noches y los meneos de las Spice Girls, eran bailes dance, discotequeros, al ritmo de canciones como "I´m blue dabadi", o "Vivir así es morir de amor", por no olvidar el "Saturday night", llevaban sello de modernez y bamboleo sin complejos, buscando en cada giro la armonía y en cada rebote la felicidad tantas veces olvidada en las aulas o bajo la presión de los exámenes.
Bailar era para nosotros una forma de lenguaje, una comunicación viva. No se trataba de aquellos agarraos de nuestros padres y abuelos, romántica danza donde el mozo saca a la moza a bailar en una verbena de tarde, con el consiguiente galanteo previo, los codos de ella puestos a modo de barrera de castidad, por si al mancebo se le ocurre apretar demasiado, y los zapatos apretando el talón de la bailarina. No, los nuestros eran distintos. Aquí se bailaba suelto, y el mancebo, en lugar de sacar a bailar a la dama, se mantenía copa en ristre afincado a la barra de la discoteca, apretando un vaso de tubo como si en vez de una copa sujetara la bola del mundo entre cielo y tierra. Emulando a una deidad griega, el muchacho o los muchachos nos veían bailar, y si por suerte había alguno que se meneaba medianamente bien, se le hacía un sitio en nuestro corro para que practicando los diversos pasos pudiéramos crear una coreografía propia de Grease.
No renegaré de los hombres de mi generación, pero lo cierto es que los nacidos en la época de los 80 no solían bailar agarraos. No podíamos experimentar la ternura de un vals o la sensualidad de un tango, el ritmo de una salsa o los pasos de un charlestón. Lo que compartíamos era una serie de bamboleos rítmicos, siempre a metros de distancia, con una especie de pique callado en torno a quién meneaba mejor la cadera y quién bombeaba más oxígeno en cada vuelta.
Por supuesto seguramente habría honrosas excepciones, y para nada el paradigma de la buena danza tendría que pasar solo por el baile clásico, pero ese matiz de comunicación y rito se perdía entre las luces y los estruendos de un pub o una discoteca, obviando los espacios externos de tarde donde se celebraban verbenas, y suprimiendo el suave galanteo de invitar a la otra persona a bailar y no atropellarla como un elefante alcoholizado.
Los tiempos cambian y también las formas, líbreme el Cielo de resultar anticuada, pero hay algo en aquel clasicismo de los bailes de antes que me inspiraba nostalgia y deseo.
Siendo la danza una forma de comunicación y un lenguaje de sensualidad y cortejo, no deja de resultar curioso que se pierdan las formas primigenias con el tiempo y las nuevas modas musicales: rap, bakalao, perreo. Ahora el tuerking y demás formas adulteradas del movimiento coronan nuestras pistas de baile, y ya resulta imposible distinguir dónde está el codo y dónde la cadera, dónde empieza un labio y dónde un ojo, y si un bailarín/a es la extensión corporal del/la otro/a.
Qué decir del ballet, bellísima expresión de arte que si bien no cae en olvido, la mayoría de las personas no conocen y no practican entre sus danzas habituales.
Pareciera que todo lo que huele a clásico y tierno en materia musical y de danza se hubiese perdido o se estuviese perdiendo justo por causa de implantar modalidades más independientes y ruidosas donde los bailarines no se toquen (¿es esto la liberación?) y la música sea de todo menos armónica.
Visto así, podríamos vaticinar que, de aquí a unos años, todas las danzas serán mecánicas e impersonales, cuando además la situación de pandemia no favorece el contacto, nos encaminaremos a una sociedad digitalizada y mecánica donde no exista romanticismo ni arte, donde la música no ocupe el primer lugar sino uno de los últimos y el estruendo reine en las salas de fiestas.
Resulta necesario recordar antiguos valores, simplemente para recordar cómo eran y lo que nos hacían sentir. Todo el mundo puede recordar su primer vals o tango, pero el primer tuerking no resulta tan memorable.
Hay poesía en el silencio, en la música, pero en el ruido desacompasado solo hallamos desorden y caos. Nuestro primer baile podría ser recordado, si se sucediera en un escenario cálido y tierno, o bien movido y animoso, pero si es ruidoso y falto de estructura, no lo recordaremos igual.
Nuestro último baile fue aquel que nuestro cerebro recuerda como glorioso, o grato, fuera este en una pista de baile o en medio de la playa, junto al mar y bajo las estrellas, teniendo como música las olas. Cada baile comunica una idea, un sentimiento, cada giro cuenta una historia.
Cada nota es testigo de un adiós o un beso, cada lágrima es una fuente que hidrata una nueva leyenda.
Tal vez no sepamos cómo será nuestro baile presente, pero a fe que si queremos disfrutar de nuestro último baile a gusto y recordarlo como se merece, imprimirle romanticismo y armonía puede ser un bello camino.
Las notas resbalan por la epidermis, los pasos marcan un compás, cada uno de los movimientos del cuerpo traza un sendero rumbo a ninguna parte o a todas…nuestro baile, es nuestro baile el que dibuja figuras distintas y hace que nos reconciliemos con la palabra música.
Es nuestro baile el que abre una velada vespertina, cierra una exposición de arte, muestra folklore gallego, enseña cómo moverse aeróbicamente.
Es nuestro baile el que relata una boda, un concierto, una noche especial, una tarde diferente.
Es nuestro baile el que dibuja figuras imposibles y gráciles, rítmicas y mágicas, a cada compás.
Es nuestro baile, el primero o el último, sea quinceañero o añoso, sea de salón o de discoteca, el que hace que nuestro cuerpo hable cuando las palabras se han agotado.
Es nuestro baile el que nos deja, exhaustos y felices, con la sensación de haber dibujado una historia muda, expresada por los cuerpos al seguir una melodía.