Marisa Lozano Fuego
Oda a las palabras
Las palabras se compran, se venden, se derraman, se regalan, suspiran en forma de poesía, condenan en forma de ley, se firman, se sublevan, se prometen. Son un cáncer y una epopeya, pueden devastar e iluminar.
Las palabras tienen un poder intrínseco, cada una de ellas está compuesta por morfemas y fonemas, por sílabas y letras, y aun descomponiendo todo esto no alcanzamos a captar la secreta esencia que palpita en su ser. Nos nutrimos de palabras para sellar pactos, prometer amor, ilustrar epístolas, se las decimos al amante y a la madre, al hijo y al amigo, a la rival y al compañero.
Siempre llevamos sacos de palabras a cuestas, las derramamos con generosidad, pensando que nunca se acabarán. Las usamos para mostrar nuestra cultura, nuestros sentimientos, la rabia, el amor, el dolor, el enfado. Parece que nos sobran, que siempre podemos dominarlas, que nos pertenecen .Sin embargo, apenas salen de nuestra boca nos hacen esclavos, y no podemos volvernos atrás. Dice un dicho popular que la mejor palabra es la nunca dicha. Yo no diría tanto, pero es cierto que innumerables veces, por irreflexión o impulsividad, quisiéramos volver atrás en nuestras palabras y no haber dicho o escrito algo que fluyó directamente de las vísceras al aire, al papel. En una discusión, por ejemplo, se hace imposible recular y enmendar nuestras palabras.
Lo mismo sucede con las nuevas tecnologías, antiguamente se escribían epístolas a mano, lo que daba más oportunidad de pensar en el contenido, pero actualmente la rapidez manual y el Whatsapp hace que el "mensaje enviado" nos haga tirarnos muchas veces de los pelos, por no haber pensado lo suficiente en las consecuencias del zafarrancho lingüístico, véase declaración ebria o bronca monumental a través de mensajes escritos o notas de voz.
Percibir el tono y la modulación de las palabras es vital para encontrar su sentido. No es lo mismo sentir la musicalidad, el acento, las modulaciones de cada sílaba y cada verbo, que leerlos, en este caso una llamada telefónica es más personal que un mensaje, y una conversación face to face nos dice mucho más que un escrito.
La palabra debe vivirse en su contexto y circunstancia personal, en su indómito reino y siendo conscientes de su valor. Debemos usarlas con tiento y mimo, como una flor recién regada si queremos expresar ternura, manejarlas con delicadeza si tenemos que dar una mala noticia, imprimirles pasión si estamos en un escenario, tragárnoslas (esto es más difícil) si lo que vamos a decir resultara dañino…
Ellas nos poseen y nos agitan, son tan grandes, tan pequeñas, tan suaves y tan fieras…las personas que amamos la palabra somos conscientes de su finitud, de lo frágiles que pueden ser, de lo vanas, y también de lo poderosas. Decía Kipling en su poema "If"que había que tratar a Triunfo y a Desastre por igual, como a dos farsantes, y creo que de igual modo se puede considerar a la crítica, la que te eleva por encima del mundo mortal, halagando el ego, y la destructiva, la que tiene la capacidad e hundirte en el fango. Si escuchamos a la primera, nunca tendremos espíritu de superación, y si hacemos caso a la segunda nos hundiremos en una enorme depresión.
Así pues, toca ser mesurados y dar a las palabras la importancia que tienen según el momento. Escucharlas, sentirlas, vivirlas, dejarlas pasar como una tormenta de lluvia y valorarlas según contexto, procedencia e intención de quien las emite. No todas las palabras tienen la misma procedencia ni todas nos importan igual. No todas tienen el derecho de calificarnos ni el deber de ser mágicas.
Cada palabra va de la mano con quien la emite y la recibe, y cada canal de comunicación filtra el mensaje de un modo distinto, resultando distintas consecuencias del proceso comunicativo.
Si nos regalaran una bolsa de palabras al día, las gastaríamos enseguida. Es fácil derramar palabras, opinar sobre temas de actualidad, sobre ciencia, sobre la vida ajena…muchas veces sin criterio ni concierto, lo vemos a diario en la televisión, programas del corazón o noticieros.
Respecto a las fuentes de información, es importante contrastar varias porque dependiendo de a cuál acudamos, el sesgo será diferente. No recibiremos palabras puras, sin ningún tipo de contaminación o neutrales sobre la realidad viviente, sino que la mayoría estarán influidas por distintos prejuicios, criterios o estereotipos. Las palabras en su idiosincrasia son puras, pero al mezclarse con el alma de cada cual se contaminan de subjetividad.
Es por ello por lo que detectar su origen y procedencia es necesario a la hora de juzgarlas, valorarlas o ponerlas en práctica. Vienen con una genealogía adyacente, de la mano con una historia y un fenotipo, adheridas a su piel unas circunstancias y emociones que pertenecen a otros corazones.
El músculo de la palabra se ejercita cuanto más se emplea esta, y en la mayoría de los casos se fortalece con el uso. En otras, las palabras hacen huelga en pro del romanticismo de una mirada, un beso en la boca o una melodía instrumental. Hay veces que el silencio vale más que las palabras. Aunque cada vez nos cuesta más este último, en esta sociedad llena de ruido que no es escucha y no nos permite escucharnos unos a otros.
El silencio y las palabras muchas veces se intercalan, se pisan, se muerden y tejen historias, cuentos y leyendas narrados a la luz de la luna o al calor de un radiador. Antiguamente se narraban junto al fuego, porque no existía el televisor, caja ruidosa de la que salen más y más palabras junto con imágenes coloridas.
El romance de las palabras consigo mismas se denomina cuento, historia, leyenda, narración o poema. En todas ellas se busca crear belleza, con un fondo argumental añadido y es en virtud de la palabra cuando podemos hilar una sinfonía.
Otro tipo de palabras sellan acuerdos judiciales, otras nos informas de las noticias, todas ellas son necesarias y diferentes en su forma y propósito. Unas nos hacen vibrar, nos fabrican ilusiones nuevas, nos transmiten el legado de las generaciones, nos inventan realidades fantásticas, nos acunan en la oscuridad. Otras son serias, administrativas, decisivas, revestidas de un gusto a acuerdo cerrado y contrato finito. Otras muchas se dicen sin pensarlos apenas, son frívolas, no esperan respuesta, son preguntas retóricas, como el "¿Qué tal?", otras son simplemente urbanidad, como el "buenas tardes" o "buenos días", y algunas son imperecederas, iguales a todas las edades y en todos los siglos como el "te quiero".
Las palabras cambian de idioma, de década y de coartada, pero siguen siendo eternas, jóvenes, viejas, infantiles, feroces, suaves e increíblemente contradictorias.
Tenerlas en las manos y en la boca implica una gran responsabilidad, por los efectos colaterales que puede provocar derramarlas, un diagnóstico médico: "positivo"o "negativo" , el aprobado en un examen, un voto religioso o nupcial, un veredicto: "culpable "o inocente". Algunas sin necesidad de frases o textos largos deciden un destino. Otras son intercambiables y dirigidas a calmar el ánimo, a acariciar los oídos: "cariño", "cielo ", corazón". Hay palabras mágicas que abren puertas, como "por favor", "gracias" y "perdón". Hay otras que la cierran, como "adiós".
En resumen, todas ellas tienen una función y forma diferente y todas suscitan sentimientos distintos, valen lo que nosotros decidimos que valgan, son honorables en el momento en que las cumplimos. Antes tener palabra era algo valorado, una deuda de honor, y con la palabra se cerraban tratos, se llegaba a acuerdos, se prometían destinos.
Actualmente es más difícil fiarse de la palabra, tenemos demasiadas y las hemos utilizado y pervertido tanto, les hemos dado tantos usos y vueltas, que es complicado creer en su autenticidad.
Una o más palabras resultan definitivas y sabias cuando van unidas a los actos, entonces hallamos la hermosura de la concordancia entre ambos y podemos afirmar sin duda que son veraces.
Tener palabra no significa poseer un saco lleno de vocablos insulsos sino poseer la capacidad y el buen hacer de seleccionar la palabra justa y cumplirla, de modo que nuestra boca y nuestro espíritu sigan el mismo camino. Las palabras son agradecidas cuando sabemos combinarlas y mimarlas, no solamente para que sirvan de ornamento, sino como base para un comportamiento honesto. Las palabras tienen poder y significado en tanto nosotros se lo otorgamos, no existe palabra sin emisor/a y receptor/a, y tampoco existe sin canal de comunicación preciso. Ellas tan solo componen el mensaje, nosotros lo desciframos y le damos forma. Podemos jugar con ellas al escondite, esquivarlas, mentirlas, pero en todo momento su verdadera naturaleza nos delatará, porque está unida a la nuestra indivisiblemente, y llega un momento en que no sabemos diferenciar dónde empiezan ellas y dónde terminamos nosotros
La magia de las palabras consiste precisamente en enredarse en nuestra lengua y trepar por nuestras cuerdas vocales para detenerse en nuestros labios y emerger como una catarata de verdad, pureza y sentir. No para convencer, sino para animar. No para derrotar, sino para luchar. No para definir, sino para crear. La palabra escrita está hecha del mismo material que la hablada, solo que ella permanece plasmada en un folio, en una pantalla, para darnos testimonio de que existe, antes y después de que la viviéramos. No para herir, sino para informar. No para juzgar, sino para unir. No para inventar, sino para narrar.
En conclusión, una palabra nunca es una herramienta aislada. Lleva consigo todo el peso y toda la melancolía, gozo, lujuria, seriedad y pasado que podamos llevar a las costillas. Somos parte de ellas y son parte de nosotros. La manera de perpetrarlas es decirlas de corazón.