Marisa Lozano Fuego
La ventana
Mi vista se dirigía siempre a la misma ventana, un ventanal antiguo y ancho, justo en el edificio de enfrente, de los más altos que allí había. La fachada era de granito antiguo, por las tardes sonreía con el sol y muchas noches lloraba con la lluvia, como si de una casa con vida se tratase.
La ventana parecía un ojo fijo, estaba casi siempre abierta, mirándome, cómplice de mis desvelos y horas de estudio y falta de sueño. A través de las cortinas abiertas se veía una butaca, una mesa de madera con un atril y una cabeza canosa, la cabeza de un hombre que leía todos los días a la misma hora, no sabría distinguir qué obra, afanoso y concentrado, hasta que la tarde caía y empezaba a asomar la noche. Me preguntaba siempre cuál sería su existencia tras aquella ventana, si se sentía solo, si tendría hijos, y si amaba los libros tanto como yo. Me daba paz sentirle al otro lado, como una presencia constante, un silencioso y desconocido compañero, dejando pasar las horas al tiempo que las palabras pasaban también por sus ojos, acariciando su retina y dejando que su sentido empapase poco a poco los minutos.
Esa soledad me hacía pensar en la mía propia, en aquella soledad elegida que buscaba cuando me hallaba demasiado rodeada de gente, y perseguía los instantes que me otorgaba la lectura para sentirme a gusto con el mundo y con el propio ser.
Él pasaba las hojas muy despacio, deteniéndose en cada una mucho tiempo. El movimiento al pasar cada una era casi imperceptible y llevaba consigo una armonía casi melódica, como la de un rítmico compás. Cada nueva página era, imaginé, el principio de una nueva epopeya, un mundo desconocido que se abría antes sus párpados y le regalaba una nueva historia, noticia, sentimiento.
Al mismo tiempo, yo pasaba las hojas de mi libro deteniéndome en cada párrafo, subrayando los conceptos más importantes y paladeando datos y nombres, fechas y verbos.
La existencia del hombre de la ventana estaba indisolublemente ligada a la mía, a la de todos los lectores del mundo que en ese momento detenían su ser en un párrafo, un tomo, una palabra.
No sabría precisar su edad, solo recuerdo que sus cabellos canos caían en cascada sobre el cuello, como finas hebras de lino.
Me hubiera gustado saber su nombre, para escribirlo hoy aquí y localizar al protagonista de este relato, pero lo ignoro. Solo sé que continuamente aquella ventana se abría en torno a las cinco de la tarde para mostrar de nuevo el universo de aquel lector apasionado, cuya cabeza enterrada en el papel ejercía un movimiento mínimo, solamente sus ojos recorrían con ansiedad las líneas y las noticias, las fotografías, los márgenes.
Al tiempo, yo también me detenía en cada renglón de tinta negra, entretejiendo mis ideas conforme avanzaba la historia. Unas veces, leía fantasía, otras, ciencia, otras, historia. Según fuera el objeto de mis lecturas, imaginé que el suyo también iba cambiando: periódico, novela, ensayo…
Y con cada género, tanto él como yo íbamos recorriendo un universo de lugares inexplorados, de sentires y opiniones, de descripciones y diálogos.
Cómo te transporta la lectura a través de la ventana, es casi imposible de describir. Traspasa las nubes y la Luna, los rascacielos y las piedras. Permite tocar materias intangibles y vivir existencias ficticias, permite conocer a gente que ya no está y absorber conocimientos de actualidad, de Naturaleza, de leyenda.
Todos los días, a cualquier hora, leer nos transporta como una ventana abierta a ese mundo de cogniciones y saberes increíbles, y nos hermana con personas que también están viajando sin alas ni motor.
Aquella ventana seguía abriéndose cada día a las cinco de la tarde y se cerraba sobre la hora de cenar.
Me pregunté si el hombre leía con música, como yo, o en silencio. Me pregunté si gustaba de los libros de aventura, del ensayo o de la novela.
Supuse que tocaba todos estos palos, porque se podía percibir el estante de una pequeña biblioteca en su salita, donde imaginé los libros ordenados por temáticas, fechas y colores.
Supuse que sus libros olían a una mezcla entre antiguo y nuevo, antiguos los ejemplares que constituían ediciones de literatura descatalogadas, nuevas las enciclopedias donde anidaban bancos de peces de colores y enjambres de abejas, y manadas de lobos, y todo un universo de seres vivos contenidas entre aquellas páginas.
Me dio por pensar que aquello formaba parte de su legado, que si tenía hijos se habrían sentado alguna vez frente a una chimenea para leerles los cuentos de Grimm y Andersen, y las historias de Dickens, preguntándoles de vez en cuando por el contenido y si habían captado alguna moraleja.
Pensé que si no tenía hijos, los libros eran como vástagos suyos, y que los mimaba con la misma ternura y cariño, sacándoles el polvo cada día y acariciando sus lomos ásperos.
Estaba segura de que lo que sentía por aquellos ejemplares de papel era pura pasión, que dedicaba la mayor parte de sus horas vitales a leerlos una y otra vez, para seguir aprendiendo de forma incansable, para seguir absorbiendo saber.
Quizá yo mezclaba su amor por los libros con el mío, y los hermanaba en la misma Naturaleza, por esa especie de mímesis que había surgido mirando ventana con ventana, asomándome a su mundo de puntillas, sin que él tuviera la mínima idea de que alguien le inventaba la vida desde el edificio de enfrente.
Una tarde nadie se asomó a la ventana a leer, y esperé a ver si aparecía, esperé minutos y horas, y él seguía sin venir.
Imaginé que había encontrado otra habitación para leer más a gusto, o que se había trasladado de casa, a otra con un jardín florido, donde los libros pudieran respirar.
Mientras, pasaban los días y los meses, y yo seguía leyendo en mi butaca, cada tarde con la esperanza de verlo aparecer de nuevo, la cabeza nívea frente a las hojas, las pupilas llenas de sal e historias no narradas.