David Darriba Pérez
Calle arriba
No sabría decir muy bien dónde me hallaba. Desorientado por completo, deambulaba por las calles, de aquí para allá, con la desazón de incertidumbre de elegir el camino correcto. Otra pregunta sería si había un camino correcto. ¿Dónde ir si apenas era consciente de mi nombre? El recuerdo de esa calle era ligero; acudían a mi cabeza unos fogonazos: algún letrero; la forma de las ramas de un árbol; una pisada en la pintura de la carretera. Nada más. Crucé la calle. El sonido chirriante de unos frenos y luego el pitido de un coche. Usted me preguntará por qué no paré a alguien para pedir ayuda; pero repito que iba desorientado, totalmente absorto, sin rumbo...
Al anochecer tuve sueño y seguía perdido. Vi cómo algunos hombres y mujeres dormían dentro de cajeros, en la entrada a algún local cerrado o en los bancos de las calles. Rebusqué en un contenedor de cartón y saqué unos cuantos. Luego fui a un sitio escondido y dormí. Fue un sueño extraño. No me acuerdo desde cuándo no probaba bocado y sentía mucho frío. Mis huesos se resentían en la dureza del suelo; pasé la noche dando vueltas sin encontrar una posición cómoda y despertándome a cada instante. Desperté definitivamente al incidir los primeros rayos de sol en mis ojos.
Ahora el hambre se apoderaba de mí como jamás lo había hecho. Abrí los cubos de basura pero a esas horas ya estaban vacíos. Las calles desoladas me invitaron a callejear sin sentido. La escarcha cubría las aceras siendo fácil resbalarse y tuve cuidado dónde pisaba. Al menos (lo cual me incitó a la esperanza), ahora podía centrarme mejor en las cosas, en los colores, en las formas, en los sonidos y, en definitiva, en todo aquello que tenía alrededor. Aunque seguía con la memoria ausente, dispersa como la arena que dentro de un puño es tirada con violencia.
Este mundo es hostil y usted me acusa de cosas que no he hecho ni iba hacer. Me pregunta demasiadas cosas y no se da cuenta que no dejo de ser una víctima. Al caminar perdido por la ciudad ya no era miedo lo que sentía, era resignación que es peor; resignación a no recuperar la memoria y por lo tanto mi identidad. Los rojos de la mañana aún permanecían abandonados entre el rigor del negro aunque la claridad iba avanzando cada vez más. Cuando el sol hizo definitivamente acto de presencia, la escarcha desapareció y anduve bien por fin, sin forzar mis músculos que se agarrotaban no sólo por los movimientos extraños, sino también por el frío.
Pude ver los primeros rostros envueltos todavía en la desesperanza de la somnolencia. La gente bostezaba cabizbaja. Poco a poco, especialmente en las zonas más transitadas, la actividad se hacía notar. Pasó una persona justo por mi lado. Se quedó quieta, completamente paralizada al observarme. Yo también la miré. Su gesto era de absoluto pánico y gritó, gritó como nunca antes escuché. Ante esta voz de alarma todos los que allí estaban actuaron igualmente saliendo en estampida como bestias asustadizas. Entonces, bajo un estado de nerviosismo que hizo alejarme de allí, me topé con el espejo de un escaparate. Me miré en él y ahí fue cuando sucedió, ahí fue cuando recobré mi memoria. Mi cabeza era grande, con un frontal muy abultado; mis ojos oblicuos de un color caramelo brillante; los brazos no distaban mucho del que posee un humano; pero en el acto impetuoso de abrir la camisa, se descubrieron ante mí seis pezones. Igualmente se dibujaban casi el doble de costillas, muy marcadas, pero que conformaban una enorme caja torácica.
Y ese fue el instante en el cual mi cabeza sufrió otro fogonazo: la nave que pilotaba en la noche en pleno aterrizaje de emergencia, donde pasaban ante mí a gran velocidad letreros, la forma de las ramas de un árbol y la pisada en la pintura de la carretera, pero de los que no perdí detalle debido a nuestra capacidad de la percepción. Más tarde el accidente sufrido en un lugar apartado y escondido; la salida renqueante de la nave y el desvanecimiento que me sumergiría en un profundo sueño.
Después ustedes me detuvieron y ahora me piden una confesión. Le aseguro que no he venido aquí a hacer nada malo. Ustedes, según nuestros conocimientos, han estado en la Luna y han enviado sus naves a otros planetas para, simplemente, investigar y descubrir las maravillas que nos ofrece el universo. Y son ustedes los que me acusan cuando no sólo dejan morir de hambre, frío y calamidades a los suyos, sino que además se embarcan en ridículas guerras donde la ambición hace que destruyan todo lo que se interpone en su camino. Repito que nada malo he venido a hacer aquí. Repito que tengo mujer e hijos que esperan mi feliz regreso...