David Darriba Pérez
La ermita
Era pasar junto a la ermita y temblarle las piernas. No tenía ningún motivo aparente, incluso le gustaba verla ahí como un animal agazapado en la noche, como intentando pasar desapercibida en medio de los árboles y la oscuridad; sin embargo una sensación extraña recorría todo su cuerpo hasta llegar a las piernas que quedaban paralizadas. Lo achacó a que seguramente se levantaba en medio de la nada, sin más presencia constatable que la de las lechuzas y algún murciélago a la caza de despistados insectos. No había gente porque nadie pasaba por allí. Únicamente él, que llegada la noche, se aventuraba a salir del pueblo, cruzar parte de la ladera y entrar en la aldea vecina donde practicaba los artes amatorios con todo rigor.
Celia no era muy guapa pero se entregaba plenamente, sin tapujo alguno, al deseo de la carne. Estaba casada y por este motivo se reunía con su amante en el escondrijo de la noche, aprovechando la ausencia del marido que trabajaba a esas horas. Pedro la rodeó con sus brazos. La pasión fluía a borbotones en el lecho conyugal. Besos, caricias, saliva... Cuando acabaron Celia le susurró al oído: 'Mañana te voy a...', y Pedro terminó hechizado como un adolescente. Palabras como aquéllas hacían que tales desvelos quedasen recompensados.
Estas citas iban más allá de las dos horas; así que Pedro tuvo que regresar. Las noches eran frías en esa época del año. Y de nuevo la ermita, que al dirigir hacia ella la luz de la linterna, parecía observarlo con sus dos vanos. Otra vez le temblaron las piernas. Imposible desviarse por otro camino, al pasar junto a sus muros un puente que debía ser cruzado.
Durmió plácidamente. En ocasiones parecía acudir a sus labios el nombre de Celia; otras la buscaba en la cama para abrazarla sin ser encontrada. Soñó con ella; con sus besos, con sus caricias, con su saliva. Y fue raro, tan raro que aquel sueño se transformase en una pesadilla al asfixiarla bajo la almohada. Despertó súbitamente y volviendo al sueño regresó al anterior estado de placidez.
El gallo transformó con su canto la línea del horizonte que comenzaba a clarear tímidamente. El olor a pan recién hecho moldeaba la percepción de los sentidos y la cebada parecía germinar en ese justo instante. Pedro despertó cuando el sol estaba algo más alto, acariciando las nubes que querían restarle protagonismo. 'Celia, mi amor...', musitó aún entre las mantas. Abrió los postigos y alargó la vista hacia la aldea donde seguramente se encontraría Celia. Apenas pudo distinguir el cementerio y el bosque que no hacía muchos años habían repoblado tras el incendio. 'Celia', repitió. Y deseó que volviese la noche. Y así fue.
Casi no le fue necesaria la linterna. Una luna brillante resquebrajaba esa tiniebla. El viento hizo sonar el batir de las hojas y allí, de nuevo, se erigió la ermita ante su vista. Cayó de rodillas al ver cómo salía de uno de sus vanos una luz; una luz de una vela porque hacía temblar las sombras. ¿Cómo era posible en un edificio abandonado desde que tenía uso de razón? Consiguió levantarse. Y el viento, incesante, silbando en sus oídos como fantasmas. Intentó correr. No pudo. Y el viento se transformó en una voz que articulaba frases pavorosas. Sintió un frío helado. Tiritó. La luz procedente de la ermita parecía perseguirlo. Giraba la cabeza y ahí seguía, danzando entre los muros mientras alargaba unos largos brazos.
Llegó a la aldea entre jadeos. No podía quitarse de la cabeza lo que el viento le silbó al oído. Vio a Celia de pie en el umbral de la puerta. Enrollada en una manta pudo observar con claridad que no tenía nada debajo. Su mirada deseosa lo arrastró hacia la cama. Dejó caer la manta y mostrando su desnudez se tumbó. Ahí dentro no penetraba el viento; sin embargo pudo escuchar su voz. En todo momento supo lo que iba a hacer pero le resultó imposible evitarlo. Pedro agarro fuerte, muy fuerte, la almohada con la que hizo a Celia deshacerse en movimientos convulsos. Luego, poco a poco, quedó quieta. Un último espasmo y Pedro, como despertando de un mal sueño, levantó la almohada y gritó. Perdiéndose entre la negrura, allá a lo lejos, se apagó aquella vela de golpe como por un soplido.