David Darriba Pérez
Ser un ratón
Ser un ratón en una casa de campo es estupendo. A veces, claro; siempre y cuando no haya gatos y procures ser discreto. Así lo intento yo al menos. Si eres un listillo pueden hacer llamar a un fumigador y pasar a mejor vida en un santiamén. Si no que se lo digan a mi difunto tío. Estaba gordo como una rata por arrasar con todo lo que veía. Su mujer y muchos de sus hijos siguiendo el ejemplo, hicieron saltar la voz de alarma. Afortunadamente ellos consiguieron salir a tiempo, pero mi tío, mi pobre tío… Si no advierten una gran familia suelen contentarse con poner algún cepo que son más fáciles de sortear. Hace falta ser cándido para caer en uno de estos, aunque, según contaba mi abuela que en paz descanse, así murió mi bisabuelo: en pleno campo de batalla como si hubiese pisado una mina.
La verdad que no sé por qué nos tienen tanta tirria. Somos tan pequeños a comparación de los humanos, que a pesar de roer su comida nunca podrían notar una escasez; deben ser muy escrupulosos (palabra que en cierta ocasión escuché a uno de ellos y no me termina de quedar clara). Puedo comprender que les resulte molesto el ruidillo que hacemos al corretear por el suelo de madera; también el que en momentos dados ocasionemos desperfectos. Pero lo que no entenderé nunca es que nos quieran eliminar y luego disfruten de uno de esos hánsteres peludos como mascota.
Aunque en líneas generales, como contaba, ser un ratón en una casa de campo es estupendo. Porque yo soy de campo y la comodidad que da una casa no la encuentras alrededor de las raíces de un árbol, que tampoco está mal, pero tiene el dichoso problema de la humedad y encima resulta más complicado el salir a por alimentos. Precisamente mi anterior madriguera estaba bajo un árbol no muy lejano de aquí. Y en cuanto tuve la oportunidad me mudé sin pensarlo, en busca de un futuro mejor, aprovechando la ausencia de los dueños. No voy a decir que antes no fuera feliz; es más, guardo gratos recuerdos de mi anterior estancia. Allí precisamente me enamoré de una ratona: su movimiento de hocico hacía levantar sus bigotes de forma muy graciosa; al correr parecía no dejar de olfatear el suelo al no despegar de éste su linda cabecita; sus ojos redondos se contraponían a la luna llena en las noches iluminadas mientras yo la espiaba desde algún rincón. Y desapareciste, sin más, sin dejar rastro… No, no me voy a poner melancólico. Los ratones estamos acostumbrados a sobrevivir gracias a no entregarnos a este tipo de vicios. La melancolía no conduce a nada y de todos es sabido que sobrevive el más fuerte, pero también el más listo.
El campo me seduce. Poder pasear entre los verdes prados en primavera; en verano por los ríos que tanto refrescan; oler la tierra mojada del otoño sintiendo el cosquilleo que producen las hojas secas y, en el más crudo invierno, abrigarte junto a los rastrojos quemados por los campesinos. ¿Quién podría querer vivir en la ciudad? Yo nunca he estado en una pero sé de quien ha ido, aun siendo de forma accidental, para terminar colándose en el primer camión de regreso. Este amigo me ha contado cosas horribles de aquel lugar. Está plagado de gente siendo casi misión imposible el asomar la cabeza sin ser advertido. Porque da lo mismo que se trate de un piso o la calle; siempre presentes... Debe ser muy estresante darse a la fuga a cada momento. No digo que no sea cuestión de gustos; sin embargo hay que estar loco para preferir eso y, según se van cumpliendo meses, uno quiere su tranquilidad. Sinceramente en ocasiones desconozco si mi compañero exageraba en sus aventuras llegando incluso a fabular al narrármelas. En cualquiera de los casos siempre le he creído a pie juntillas. Que nadie me quiera convertir en un ratón de mundo, que yo, aquí, tan feliz. Y ahora si me permiten, les dejo. Acabo de escuchar un ruido y lo más prudente es salir disparado.