David Darriba Pérez
Tocan a muerto
NOTA:
Hace unos días, Paloma Roldán, una gran amiga mía me dijo:
«Estoy en casa y acabo de escuchar las campanas de la torre y he
pensado: “tocan a muerto...”, en ese momento me he acordado de ti y
he creído que podría ser un buen título para uno de tus relatos. Si te
gusta, el resto ya lo pones tú». Así nace por lo tanto esta historia...
Gracias, Paloma, y a ti queda dedicada.
David Darriba
Dicen que las piedras guardan secretos y es cierto. Tras los muros, en ocasiones centenarios, la historia queda atrapada quién sabe si para ser descubierta por alguien tiempo después. A veces el humo de las chimeneas se riza y más arriba cobra la dirección antojadiza del aire; dispuesto a seguir una peregrinación por los caminos; como una penitencia. De ahí se descuelgan algunos recuerdos que hacen sentir curiosidad al respirarlos. Pero por mucho que lo hagamos no acertaremos a descubrir esos recuerdos de otros, esa historia, que tan bien saben aguardar al elegido.
Candela, siempre con su cabello gris oscuro recogido en lo alto, observó la iglesia desde el balcón. Cuántos años llevaba posando sus cansados ojos sobre ella... Detrás ascendía ese humo rizado que después firmaría el horizonte. La mirada indiscreta de algún vecino intentaba colarse en su casa y las orejas de un perro descansando a los pies de ésta, se movieron rápidamente hacia adelante; permaneció estático, gruñó mientras lloraba y luego marchó calle abajo con el rabo entre las patas. Sin girar la cabeza un instante y apoyada en la barandilla, dijo a su marido Alfredo que se encontraba sentado en el sillón:
‒Hoy tocan a muerto.
‒Sí.
‒Es un pueblo pequeño ‒continuó Candela‒ y da mucha pena cuando se escucha porque aquí nos conocemos todos. Claro, es ley de vida; pero dile eso al que se marcha. ¿Habrá sido doña Justina? Está muy mayor y últimamente anda muy delicada de salud.
‒Probablemente ‒respondió Alfredo tras unos segundos de duda.
El verdín de las piedras de las casas marcan las generaciones. Con el paso de éstas las casas mueren y rejuvenecen de forma extraordinaria, pero los secretos, perduran. Las laberínticas calles del pueblo son prudentes y guardan silencio. En ocasiones parece que lo va a romper el eco de las pisadas contra el adoquinado. No va más allá y lejos de que estos secretos sean desvelados, quedan más encerrados en la piedra si cabe.
‒Hoy ‒habló Candela sin perder de vista la iglesia‒ iba a cocinar unos de esos judiones que tanto te gustan. Pero fíjate qué despistada ando desde hace días, que se me olvidó meterlos a remojo por la noche. ¿Qué te apetece?
‒No... no creo que vaya a comer hoy.
‒¿Tú? ¿Con lo tragaldabas que eres? Aún es muy temprano; ya tendrás hambre.
‒No creo...
Las campanas volvieron a tocar recorriendo cada rincón. Las palomas levantaron el vuelo sin orden ni concierto terminando en otra vivienda o en algún árbol. El sol impactaba tan de lleno en las vidrieras que sus figuras quedaron ocultas, puede que expectantes, de lo que sucedía en tan triste día. Largas ramas empujadas por el viento azotaban paredes y cristales cercanos, como látigos que silbaban con furia y de las que se desprendía alguna que otra hoja. Desde el balcón Candela pudo ver salir al cura de la iglesia mirando el reloj y, acto seguido, haciendo lo propio de un lado a otro, regresar al interior.
Sobrevolaba el ambiente una desesperanza punzante; tal vez también proviniese del humo de las chimeneas...
‒Me encuentro rara, ¿sabes? No sabría explicarte. La edad no perdona y tendríamos que empezar a cuidarnos más. Sobre todo tú, Alfredo; llevas meses con esa tos tan fea y ni vas al médico.
El sonido, inquietante, se iba apagando para dar paso a la otra campana. Luego volvía a empezar, una y otra vez, sin descanso. Martirizaba los oídos de Alfredo como nunca lo había hecho. Se levantó y miró el campanario situándose justo detrás de Candela. Multitud de recuerdos se agolparon en su cabeza. Y aunque ahora no quería recordar le resultaba inevitable.
‒Candela, amor mío, voy a llegar tarde ‒dijo Alfredo mientras las lágrimas resbalaban por las bolsas que se formaban bajo sus ojos.
‒Amor mío... No me decías algo así desde hacía años ‒dijo Candela girándose hacia él‒. ¿Por qué lloras? ¿Qué ocurre?
Alfredo quedó callado y bajó la cabeza. No era capaz de responder.
‒¿Qué ocurre? ‒repitió Candela‒ ¿Por qué vas con corbata y vestido así, de luto?
Ella, girándose nuevamente, clavó sus ojos aterrados en la iglesia. Emitió un breve gemido mientras su esposo hubiera deseado abrazarla. Las campanas volvieron a llamar.
‒Cariño, amor mío, déjame marchar, por favor. No quiero llegar tarde... He encargado una corona preciosa que te encantará... ¿Estarás a mi regreso? ¿Estarás, amor?