Valentín Tomé
Res publica: La secta
"Si Dios no existe, todo está permitido", le hace decir Fiodor Dostoievsky a uno de los hermanos Karamazov, tratando así de expresar la tesis según la cual Dios es el fundamento de la moral y el derecho. O, mejor dicho: que el orden moral y jurídico depende de la existencia de Dios. Por el contrario, si Dios no existe, o si "ha muerto" (como proclamó Nietzsche) entonces la moral se queda sin su base de sustentación o, como dice Iván Karamazov: "todo está permitido".
En esta frase ya mítica, Dostoievsky enuncia una de las claves de toda religión: más que dar un soporte de creencias para tratar de enfrentarnos a cuestiones metafísicas, que están más allá de nuestra experiencia, y calmar así nuestras ansiedades o incertidumbres frente a lo ignoto, lo que trata principalmente toda religión es de dar un orden moral al mundo, una forma común de sentirse como ser social a la hora de juzgar los actos de los demás, en definitiva, ayuda a construir una ética que es compartida por toda la comunidad. Toda religión juega en ese dualismo. No solo se preocupa de los asuntos del más allá, lo que Kant llamaría la razón pura, sino que también está enormemente interesada en ordenar el más acá, la razón práctica.
A partir de esa premisa, en cualquier sociedad religiosa, si algún mortal (jefe o rey, chamán o sacerdote…) pareciera erigirse por encima del resto gozando de derechos que al resto le son negados, se hacía necesario construir toda una mitología que vinculara a ese ser con los designios divinos, que lo "elevara" frente al vulgo para tratar de justificar ese privilegio, y que el orden moral emanado de esa religión no se viera así amenazado. La narratividad, asociada a una casta de intérpretes, ligados al poder, de los asuntos metafísicos, fue por lo tanto el principal recurso usado por todas las sociedades desde el Neolítico para defender la jerarquía social, es decir, las desigualdades existentes.
"La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad", artículo 56.3 de la Constitución Española. La inserción de un artículo como ese, inédito en cualquier democracia occidental, otorgaba al monarca el mayor privilegio de todos, el derecho a situarse más allá del bien y del mal, en definitiva, a hacer lo que le viniese en gana, exento de toda responsabilidad. Todo ello, en un texto dedicado a investir a toda la ciudadanía de los mismos derechos y deberes sin distinción de ningún tipo. Aquella singularidad, la figura del Rey, precisaba entonces de la creación de toda una mitología alrededor de su persona si realmente se deseaba mantener el orden moral y social. Nacía entonces el juancarlismo como religión fundacional de nuestro Estado, al establecimiento de cuyas bases se dedicaron con ahínco los principales escribanos y cronistas cortesanos.
Los textos sagrados borbónicos nos hablaban de una figura fundamental para el advenimiento de la democracia en nuestro país; que el 23F, como Prometeo hispano, robó la democracia a los fascistas para devolvérsela al pueblo; que gracias a su buen hacer diplomático, logró situar a España en lo más alto de las relaciones internacionales, generando una riqueza jamás experimentada entre nuestras empresas; que a pesar de aquel enorme privilegio consagrado en el artículo 56.3, se trataba de un hombre humilde, campechano, cercano, amante de su familia… Todo eso y mucho más afirmaban los principales escribas del Reino a través de los grandes medios de masas. Todas aquellas gestas y hazañas de aquel prohombre fueron convenientemente insertadas en la memoria biográfica de millones de personas de forma tan eficaz que parecía imposible discernir si los españoles eran en realidad androides que soñaban con ovejas eléctricas.
Eso decía el canon religioso, claro, la ciencia histórica, a la que casi nadie deseaba prestar atención, decía una cosa bien diferente. Juan Carlos I fue nombrado por el dictador más sanguinario de Occidente como su sucesor; jamás juró la actual Constitución pero sí los principios fundamentales del Movimiento Nacional; la democracia fue una consecuencia natural del contexto internacional y social del momento; el 23F no fue más que un autogolpe de Estado del que nos salvó su propio promotor y por el que cometió el delito de alta traición a la Patria; su fortuna personal ronda los 2.000 millones de euros según la revista especializada "Forbes", la mayor parte de la misma está basada en el cobro de comisiones ilegales por la venta de crudo y en el tráfico de armas a dictaduras teocráticas a través de la empresas pública Alkantara Iberian Exports; en su vida privada ha actuado como un auténtico depredador sexual, ha tenido decenas de amantes cuyo silencio fue comprado con dinero de las arcas públicas; cazador blanco de corazón negro, ha sido el "pater familias" de una de las familias más desestructuradas y corruptas del país, totalmente ajena a la moral cristiana con la que históricamente se vincula nuestra monarquía…
La mayoría de los hechos anteriores y otros muchos más que habían permanecido ocultos para la mayor parte de la ciudadanía salieron a la luz pública a raíz de su abdicación en junio de 2014; la cual se produce fundamentalmente por la imposibilidad, en un mundo globalizado, para la corte de escribanos, de contener toda la avalancha informativa que desde el exterior ponía en cuestión el relato hagiográfico, sobre todo en lo relativo al origen ilícito su enorme fortuna.
El Rey quedaba así desnudo. ¿Desnudo?. No del todo. Algo había que hacer ante el oscuro futuro que se le presentaba por delante, no solo a título personal, sino ante lo que todo aquello podría suponer para la estabilidad institucional del Reino, la cual, recordemos, está indisolublemente ligado al juancarlismo como religión fundacional. Es por ello que, en un gesto inédito, el enésimo, en la historia de las democracias de Occidente, el reino de España pasaba a contar desde aquel día con dos Reyes, es decir, con dos Jefes de Estado, y además, Juan Carlos I pasaría a portar, desde ya, el insultante a toda inteligencia título de Rey Emérito.
Quedaba así blindada su persona para la eternidad con el privilegio reservado a los semidioses consagrado en el artículo 56.3. El ciudadano Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón pasaba a ser inviolable, y por lo tanto, inmaculado civilmente (se hace aquí necesario recordar la reflexión realizada por el juez británico Matthew Nicklin para negarle su inviolabilidad, cuando así lo solicitó la defensa del Rey Emérito, ante la demanda presentada por su Corinna Larsen por haberla sometido a acoso de manera directa o a través de agentes a su servicio tras negarse a devolverle los 65 millones de euros que le habría donado: "Si mañana el acusado entra en una joyería de Hatton Garden y roba un anillo de diamantes, ¿no debe enfrentarse a una causa civil o criminal en esta jurisdicción?")
Todas aquellas revelaciones supusieron una profunda crisis en el seno de la religión juancarlista. La catarsis experimentada hizo que muchos creyentes renegaran de aquel credo fundacional y apostataran. Incluso entre los más ancianos cronistas cortesanos se presenciaron actos de contrición en los que reconocían haber adulterado sobremanera algunos hechos y haber contribuido a tratar de ocultar otros en la construcción del relato hagiográfico.
Pero una religión tan poderosa y tan largo tiempo cultivada como aquella nunca muere del todo. Si oficialmente habían dejado de existir, se transformaría en una herejía, en una secta. Sus adeptos continuarían con sus ritos y la lectura colectiva de los textos sagrados en la semiclandestinidad a la espera de tiempos mejores, como últimos depositarios de la verdadera fe juancarlista. Al fin y al cabo, ya habían podido observar como en el pasado, otra religión, la falangista, que había prácticamente dejado de existir de la noche a la mañana oficialmente con la llegada de la democracia, ahora resurgía con fuerza gracias a la constancia de sus fieles.
Si es cierto, como afirmó M.Rajoy, que resistir es vencer, los juancarlistas han encontrado su oportunidad de reverdecer los viejos laureles de la fe con la llegada del Rey Emérito a Sanxenxo y hacer así nuevamente apostolado entre los antiguos devotos. "No debió de marcharse de aquí", "Lo que han hecho con él no tiene nombre", "Él no robó nada ni nada"… fueron algunas de las oraciones entonadas por sus apologetas congregados en el puerto marítimo de la localidad. Rápidamente, casi en sincronía, los amanuenses juancarlistas en su papel de periodistas o tertulianos llenaban portadas de prensa, estudios de radio, platos de televisión… para citar los principales pasajes de los textos sagrados borbónicos. Muchos de ellos estaban incluso dispuestos a aceptar algunas de las corrupciones que se le imputaban, pero trataban de borrarlas poniendo énfasis en las proezas y gestas recogidas en las escrituras canónicas.
Pero no solo muchos de los viejos cronistas de siempre volvieron a desempolvar los viejos credos, ahí estaban también presentes algunos gestores de la cosa pública, políticos, dispuestos a excusar los deslices del pasado del líder de la secta, es decir, a hacer apología, desde el ágora democrática, de la corrupción. "La llegada del Rey Emérito a Sanxenxo pone a Galicia en el mapa" se congratulaba el presidente de la Xunta, de la misma manera que Al Capone logró en el pasado que Chicago fuera conocida mundialmente.
Si la Iglesia palmaria, escisión herética de la Iglesia Católica, ha encontrado en el municipio del Palmar de Troya su santa sede desde donde proclamar su fe, desconozco si algo similar puede llegar a ocurrir con Sanxenxo dentro de las creencias juancarlistas. De ser así podían ser elevados a la categoría de santos lugares la vivienda del empresario anfitrión Pedro Campos, uno de sus más fieles apóstoles, y sobrino nieto del protomártir de la Cruzada José Calvo Sotelo; o el propio puerto deportivo de la villa, en el que una réplica exacta de la embarcación de afortunado nombre "El Bribón" que tantos éxitos deportivos brindó a su Mesías, añadiría al culto la iconografía sacra necesaria para facilitar el proselitismo.
De momento, el alcalde evangelista del juancarlismo, Telmo Martín, ya ha confirmado que el rey Emérito volverá a la sacrosanta capital turística de la Rías Baixas en apenas tres semanas para asistir al Campeonato Mundial de Vela. Todo parece apuntar que, en un futuro próximo, Abu Dabi y Sanxenxo se convertirán en las dos ciudades sagradas del juancarlismo a las que su rebaño de fieles súbditos tendrán que peregrinar al menos una vez en la vida. Eso sí, no esperen encontrar entre ellos rastro alguno de ciudadanos libres. Estos últimos estaremos a otra cosa, a tratar de construir un país que sea algo más digno de lo que hasta ahora representa: una deformación grotesca de la civilización occidental.