Lucía Lourido
Libre para hacer lo que quiero
Esta semana he aprendido a aceptar mis sombras. O, al menos, algunas de ellas
Había preparado ya el terreno Sara, mi profesora de Biodanza, quien siempre nos proporciona una pequeña dosis de terapia (además de la terapia en sí que constituye la propia clase). Este martes nos decía pues, que debemos aceptar nuestras sombras, sin temor, sin culpabilidad ya que, como dice ella siempre, ni de lo malo ni de lo bueno, tenemos culpa ni mérito.
Por otro lado, llega el jueves y
Escapando de un horroroso personaje de Halloween (una ensangrentada niña del exorcista que me persigue), me digo:
-¿Y si en vez de huir, lo encaro y enfrento el miedo?
Entonces llega el fin de semana.
No detallaré cada hecho del retiro meditativo en el que participé. Sólo que he detectado una de mis sombras y he empezado a hacerle frente.
Mi compañera de habitación está colocando sus cosas en el armario. Empezamos a hablar y, tras un rato, le pregunto:
-Isa, ¿a qué te dedicas?
-Pues trabajo con niños "especiales".
-Con alguna enfermedad, quieres decir, ¿no?
-Sí.
-Vaya pero seguro que los adoras, ¿verdad?
-Sí, me encantan.
-Imagino. A mí en cambio me dan pena-continúo.
-¿Pena por qué? ¡Si son felices! Más que nosotros que los vemos desde fuera, ¡y a veces incluso son más cuerdos!
Tanto cariño y luz irradiaba Isa que cuando entra otra chica, exclama:
-¡Cuánto amor se respira en esta habitación!
Contesto yo señalando a mi compañera:
-¡Es ella!
A lo que Isa responde:
-¿Qué dices cariño?, ¡eres tú también!
Y me explica:
-Lucía, somos agua. Los demás son nuestro reflejo. Si vemos algo en otro, sea bueno o malo, es porque está dentro de nosotros también. Además estamos compuestos por moléculas y lo que decimos a nuestro cuerpo, lo que creemos, eso creamos.
Es cierto, había leído una vez los resultados de un experimento en el que si dirigías palabras desagradables al agua contenida en un recipiente, al cabo de unos días repitiendo la misma clase de palabras, las estructuras moleculares se volvían horrendas, más caóticas y fragmentadas. Mientras que las moléculas del agua a la que se dirigían palabras bellas como amistad, amor etc., cobraban una forma mucho más bonita. Es increíble, ¡podéis ver las imágenes en internet!
-Fíjate en lo que te dices a ti misma a lo largo del día, y después me cuentas- añade mi compañera.
Efectivamente, sea por lo que fuere, las palabras que me dirigí ese día estaban relacionadas con culpa y condena.
Así que enfrenté esos sentimientos, intenté aceptarlos y en vez de ir a la meditación correspondiente, me fui a dibujar un mandala al río que había bajando el jardín.
Una forma para pintar mandalas que aprendí en un taller de Silvia Fernández es:
Se toman con las manos lápices con los colores del arcoiris, junto con el negro y el blanco.
Se escoge uno, pero con los ojos cerrados, poniendo tu atención en el momento presente y en tu corazón.
A mí me salió el negro y me apeteció dibujar una espiral, que acabo de descubrir que simboliza crecimiento y evolución.
Después me salió el naranja, así que empecé a pintar el centro, como si fuese una luz. Y posteriormente me apeteció usar el rojo, hasta mezclarlo con el naranja y sacar mi color favorito, ese rosa naranja salmón, que para mí es la mezcla de amarillo de la luz y la energía y el rojo del amor.
Abi me había prestado sus ceras de colores, que eran de gel y se difundían super bien. Así que lo extendí y difuminé suavemente con los dedos. Era una gozada mezclar esos colores a lo largo y ancho del papel, hasta hacer surgir mi color favorito.
Por último, anoté siguiendo el camino de la espiral, lo que aprendí (y sin sentir la sombra de culpa por no estar haciendo lo que se suponía debía hacer).
"Soy libre para hacer lo que quiero"