
David Darriba Pérez
Concierto para piano nº. 3
Los largos y finos dedos acariciaban las teclas del piano. Parecían deslizarse por ellas, casi sobrevolándolas, haciendo emerger las notas ocultas de entre la madera para resonar de inmediato en las paredes de la sala. Los carraspeos y tosidos nerviosos que se producían en eventos de aquel tipo tampoco tardaron en llegar. De los asistentes unos cerraban los ojos, otros los abrían como platos y el que fue a parar allí por compromiso dormitaba, algo alejado, expulsando por momentos unos espeluznantes ronquidos que repelían como podían Mozart, Berlioz y Debussy. En el instante más álgido comenzó a parpadear la bombilla de una lámpara de araña que por fortuna se fundió al poco rato. Concluido el recital, la música fue sustituida por unos breves aplausos del público y el pianista, levantándose, inclinó su cuerpo de forma repetida a modo de agradecimiento.
Se oía a la gente comentarios de dónde podrían ir a picar algo, que eso de sentarse a una mesa con mantel ya se salía del presupuesto de aquel día. La sala, en estampida, se vació por completo para poder coger sitio en los saturados bares de la zona. Sólo quedaron encendidas algunas luces incrustadas en el techo. Tras unos largos minutos, el pianista reapareció y se dispuso a recoger las partituras olvidadas. Antes ojeó una de ellas. Se trataba del concierto para piano n.º 3 de Rajmáninov. La colocó en el atril, levantó la tapa del instrumento y se dispuso a tocarla. Desconocía el motivo, pero nunca le sonaba como debiera.
—¡No, así no! —oyó quejarse a alguien.
Entre la partitura salió una cabeza. El pelo cortísimo, los labios carnosos y los ojos tan marcados que producían una penetrante mirada que parecía desafiar a quien se la cruzase. El músico cesó emitiendo un último sonido desafinado por semejante sobresalto. De un respingo se echó hacia atrás del asiento sin dejar de fijarse en ella.
—Pero si usted es...
—Serguéi Vasílievich Rajmáninov —interrumpió el compositor—. Mire, nunca salgo de aquí. Hoy, en cambio, usted me ha obligado a ello. Menudo desastre...
—Oiga, yo he seguido la partitura al pie de la letra de principio a fin.
—Déjese de pamplinas. Lo sabe tan bien como yo: es un auténtico despropósito. Ande, ayúdeme a salir. Estoy anquilosado después de tanto tiempo metido entre corcheas y fusas. Bien, acérqueme ese otro asiento y aprenda. Le he oído con atención y créame que tiene talento; en cambio, es ponerse a interpretar esta obra mía y reducirla a cenizas.
Rajmáninov se acomodó haciendo colgar los faldones del levitón y posando sus manos en el piano dio comienzo. Al escucharlo, el pianista llegó a conmoverse en un momento dado, quedando frustrado por completo. Entonces se produjo un silencio atroz.
—¿Ve a lo que me refiero? —preguntó Serguéi—. He seguido la partitura igual que lo ha hecho usted y, sin embargo, he conseguido emocionarlo. ¿Sabe por qué? He tocado sin miedo. Y si se toca sin miedo, se puede empezar a tocar con el corazón y la pasión surge sola. Esta pasión ya la posee al interpretar otras obras. Soy consciente que técnicamente la mía es muy compleja; pero esa partida ya la tiene ganada. Por lo tanto, como primer paso, póngase de inmediato al piano y vaya perdiendo el miedo. Sienta mi música, disfrútela y podrá tocar en lugares donde la gente no le interrumpa con sus ronquidos.
Así lo hizo. Entendió que no hallaría mejor posibilidad como tener de maestro al propio autor y zanjar, de una vez por todas, sus problemas con el dichoso concierto para piano n.º 3. Repitió las mismas notas hasta la extenuación. Todo aquello parecía un esfuerzo en balde. Creyó que estaba tirando por la borda una oportunidad que jamás se le volvería a presentar. Paró, se levantó, cogió aire y se volvió a sentar. Cerró los ojos unos segundos (sólo él podía saber qué pasaba por su mente), los abrió y poniéndose de nuevo al mando del instrumento, hizo sonar aquellas notas hasta que fueron tan fluidas y llenas de magia que, mirando por casualidad a Rajmáninov, advirtió cómo éste intentaba contener unas lágrimas que no pudo disimular. Hubo un prolongado silencio que fue el mejor aplauso que pudo recibir. No mucho más tarde, un bedel gritó: ‘¡En diez minutos cerramos!’. Ni un minuto más ni un minuto menos y comenzaron a apagar las luces que faltaban.