David Darriba Pérez
El viento levanta dolor de cabeza
Era inimaginable tanto viento, al menos para él acostumbrado como estaba a un clima de bonanza. Progresó a contracorriente del aire, agarrándose a lo que pudo encontrar por el camino, pues literalmente se lo llevaba igual que a una pluma. Se cruzó con un caniche que rodaba a una velocidad de vértigo en sentido contrario a él: lo mismo que una bola de papel o esas otras que salen en las películas del oeste americano. El pobre animalejo fue a estamparse contra una pared, esparciendo por ella sus pequeños sesos.
Pronto se despegaron y continuaron camino junto a su dueño. "Esto se pone crudo", pensó sin soltarse de una farola verde llena de pintadas. «¿Qué opciones tengo de llegar a la boca del Metro?», se preguntó. Quedaba doblando la esquina, apenas a unos segundos; pero no había nada cercano donde sujetarse. En ésas andaba cuando mirando hacia el cielo observó acercarse una gran espiral por la que giraban objetos de todo tipo. No tardó mucho en arrancar la farola de cuajo, siendo engullido junto a ella como una mosca por una rana.
Allí arriba vio dando vueltas a su profesor de kung-fu, un tipo bajito aunque fornido y con cara de pocos amigos al que por cierto le debía el recibo del último mes. Daba la impresión de hallarse meditando, pero, en realidad, no tenía cosa mejor en la que ocupar su tiempo que poner la mente en blanco y dejarse llevar.
—Vaya, maestro, tú por aquí —le dijo—. Es una situación terrible. ¿Crees que conseguiremos salir bien parados?
—Siento decirte —contestó—, que me veo incapaz de darte consejo alguno. Únicamente he vivido una experiencia similar en las islas…
Y en ese momento lo perdió de vista. Sólo alcanzó a ver de forma fugaz ascender su figura. Al igual que si se tratase de uno de esos dibujos manga, parecía rasgar el horizonte. Se quedó con las ganas de escuchar la historia por si sacaba algo en claro sobre ella. Entretanto, no se soltaba de la farola por lo que pudiera pasar; nunca se sabe hasta qué punto nos puede resultar útil una farola ante un suceso de tales características y él aparentaba cabalgar sobre ella hasta domarla.
Así viajó gran parte del día. Cansado, algo aburrido y echando de menos su cama, emitía constantes bostezos. Los brazos le pesaban y ya se hacían notar unas molestas agujetas, hasta que advirtió cómo aquel torbellino empezó a perder fuelle a modo de un globo al que se le escapa el aire. Todavía permaneció unas cuantas horas en esta nueva fase en la que casi rozaba el suelo, cuando presintiendo un inminente fin de su existencia, se asió con fuerza a la farola que salió despedida a tierra donde terminó clavada. Por el camino dejó en libertad al caniche, a sus sesos, a una lavadora de las buenas, a una tostadora y a otros objetos inútiles. Mientras, el torbellino se alejaba, donde moriría en algún sitio más remoto que aquél.
A pesar de todo, el cambio no resultó tan malo. Allí permaneció haciendo malabares para no caer, en un lugar paradisíaco lleno de palmeras y rodeado de mar y del cual sospechó se hallaba desierto. Si era así no tendría problema en sobrevivir; de algo deberían servirle tantos años consumiendo reality shows de los que fue un depredador nato hasta que se puso en manos del psicólogo. Descendió con cuidado. Sus movimientos, tan graciosos como los de un escarabajo, hubieran causado risa de ser vistos por alguien. Pisó la arena y admirando a una luna que daba la bienvenida al sol, quedó dormido poco tiempo después de recostarse, un tanto acurrucado por la temperatura que no llegaba a ser fría, pero incitaba de manera involuntaria a tal gesto de su cuerpo. El sonido tranquilizador del oleaje aún era apercibido por sus oídos hasta que su azote acabó diluyéndose sin saber el instante preciso en el que se apagaba definitivamente. Justo lo que necesitaba en aquel momento, un descanso reconfortante y reparador.