Valentín Tomé
Res publica: ¿Reforma o revolución?
El gran naturalista inglés Charles Darwin veía la evolución como un proceso lento y estable, llamado gradualismo, en el que la suma de pequeños cambios acumulados en muchas generaciones conducía a la especiación. Fiel al principio científico de Natura non facit saltus («la naturaleza no procede por saltos») creía que las características y propiedades de los seres vivos no sufrían una modificación repentina, y se enlazaban unos con otros formando la "gran cadena de los seres", como ya había teorizado Aristóteles.
Sin embargo, en 1972, los paleontólogos Niles Eldredge y Stephen Jay Gould formularon la teoría del Equilibrio Puntuado popularmente conocida como "saltacionismo" que sostenía que las especies se mantienen en un estado de estasis (equilibrio), con nulos o mínimos cambios durante largos períodos de tiempo, para sufrir en determinados momentos una «explosión evolutiva» durante la que se producen grandes cambios en cortos periodos de tiempo. Además, estos cambios no producirían una especiación «lineal» como proponía la teoría darwinista, sino un tipo de «evolución en mosaico» o ramificada donde los rápidos cambios morfológicos originarían varias especies distintas partiendo de la forma original.
Si se observa el registro fósil, parece que la fuerza de los hechos apoya la teoría de Gould y Eldredge. Si bien es cierto que se han hallado fósiles de formas intermedias que parecen apuntar a la evolución lineal predicha por el gradualismo, en la mayor parte de las ocasiones lo que observamos es que las especies permanecen estables durante mucho tiempo, desapareciendo después bruscamente, obteniendo una muestra de radiaciones evolutivas donde un elevado número de especies surgen repentinamente y prácticamente sin registro de formas intermedias anteriores. Esto no quiere decir que esos "eslabones" intermedios no hayan tenido lugar sino que debido a la velocidad de la evolución en esos periodos críticos tendrían menos probabilidad de fosilizar.
Estos conceptos de la biología tienen sus equivalentes en el campo de las ciencias sociales. De esta manera podríamos preguntarnos si las sociedades humanas han evolucionado a través del reformismo, la versión política del gradualismo, o más bien lo han hecho apoyadas en periodos de grandes revoluciones, que coincidirían con la ruptura de los estados de estasis del equilibrio puntuado. Parece indudable que la historia humana se asemeja más a las tesis planteadas por esta última teoría. Así largos periodos de relativa estabilidad se han visto interrumpidos por breves momentos de rupturas del orden establecido y que condicionan de manera determinante los procesos históricos futuros. La revolución francesa, la independencia de Estados Unidos o el advenimiento del capitalismo gracias a la revolución industrial serían algunos de los múltiples ejemplos de fenómenos clave para entender el posterior devenir organizativo de las sociedades humanas.
En el campo político, esta disyuntiva entre reformismo o revolución, provocó airados debates en el seno de la Izquierda. Así algunas corrientes de pensamiento proponían el sindicalismo y la cultura parlamentaria como las vías principales para la consecución del socialismo, y eran por lo tanto calificados como reformistas (revisionistas por sus enemigos); mientras que otras, más apegadas a las lecturas de Marx, consideraban que las crisis económicas en el capitalismo eran inevitables y que por lo tanto este era irreformable, así que el único camino hacia el socialismo pasaba necesariamente por la revolución. En este sentido, el texto referencial de la teórica marxista polaco-alemana Rosa Luxemburgo, Reforma o Revolución, es un magnífico ejemplo de las tensiones que la estrategia a seguir para la transformación social suscitaba en las diferentes corrientes de Izquierda a inicios del siglo pasado.
Hoy en día, estos debates parecen superados al menos en nuestras sociedades posmodernas. Ya casi nadie cree en la revolución, al menos en un sentido clásico del término. Cuesta imaginarse la toma del poder por parte de una vanguardia representante de los intereses de la clases trabajadoras y populares saltándose la vía electoral. Parece obvio que las diferentes culturas políticas que son mayoritariamente representativas de nuestra sociedad se encuentran firmemente consolidadas bajo la práctica parlamentaria. Pero eso no quiere decir que haya desaparecido ni mucho menos el viejo dilema entre reforma y revolución, sino que ahora se expresa bajo otras formas y, como veremos, no exentas de firmes contradicciones.
Nuestro arco ideológico-parlamentario mantiene aún en pie la distinción clásica entre conservadores y progresistas, reservando la primera etiqueta para la Derecha política y la otra para la Izquierda. Sin embargo, tal distinción solo podemos afirmar que se ajusta a la realidad en el terreno de la moral. Si bien la Derecha muestra una tendencia a mantener una moral adscrita al tradicionalismo católico de la que somos herederos políticos a través de la Dictadura, la Izquierda desea romper esa dinámica y "progresar" hacia códigos morales más basados en la Razón y en los Derechos Humanos siguiendo una tradición ilustrada.
Ahora bien, gracias a la revolución neoliberal sufrida en Occidente desde finales de los años 70 y que a nuestro país llega prácticamente en los primeros momentos de nuestra restauración democrática, en el plano de lo material tal distinción entre conservadores y progresistas no solo no se sostiene, sino que precisamente se invierte completamente. Efectivamente, para los conservadores se trata de construir una sociedad para el Mercado, mientras que para los progresistas su objetivo sería diseñar un Mercado para la sociedad. Los primeros actúan como revolucionarios o saltacionistas permanentes, los segundos como reformistas o gradualistas que tratan de frenar el poder omnímodo del Mercado.
¿O acaso puede haber algo más revolucionario que vivir en la permanente incertidumbre, en el quebranto de todas las reglas que se creían sólidas, en el carrusel de emociones asociadas al neoliberalismo como corriente ideológica-cultural dominante?... ¿Seré despedido? ¿me desplazarán a otra ciudad u otro país? ¿encontraré trabajo? ¿qué haré cuando se termine el paro? ¿debo endeudarme y tratar de emprender mi propio negocio? ¿me jubilaré algún día? ¿tendré derecho a una pensión cuando llegue el momento? ¿podré emanciparme algún día o tener mi propia vivienda? ¿corro el riesgo de que me desahucien? ¿puedo permitirme el ser padre/madre? ¿tendré algún día tiempo para estar con mis hijos? ¿podrán estos estudiar en la Universidad? ¿me jubilaré algún día? ¿tendré derecho a una pensión cuando llegue el momento? ¿vivo por encima de nuestras posibilidades?... Todas estas preguntas asaltan a multitud de ciudadanos todos los días, inmersos como están en un periodo de saltacionismo permanente, en el que los llamados conservadores actúan como verdaderos fanáticos revolucionarios a la vanguardia de ese movimiento. Pareciera como si movida por un incontenible impulso masoquista, a las inquietudes e incertidumbres propias de vivir en un entorno natural siempre impredecible, la humanidad se empeñara en añadir muchas otras más procedentes de un artefacto cultural diseñado por ella misma (o quizás por sus élites) llamado neoliberalismo.
Por otra parte, los llamados progresistas tratan de contener los efectos más devastadores de estos tiempos revolucionarios actuando de manera conservadora. Como gradualistas, su objetivo es hacer ligeras reformas que modifiquen lo más mínimamente posible nuestra arquitectura jurídico-institucional, intentando mantener en pie las conquistas sociales surgidas de las luchas históricas de la clase trabajadora, frente a la voracidad insaciable del dios Mercado. Progresistas en lo moral, conservadores en lo material.
Si Madrid, capital occidental del neoliberalismo, representa la revolución permanente, donde todo es delirantemente inestable y vertiginoso, una continua explosión social evolutiva que acaba arrastrando a la marginalidad a todos aquellos seres incapaces de adaptarse a su frenesí anarcocapitalista, donde todo lo relacional y estructural es gaseoso, y lo único sólido y omnipresente es el Mercado; La Habana, capital de lo que queda en pie de aquellos debates teóricos en el seno de la Izquierda del siglo pasado, representa la solidez de lo previsible, el equilibrio cuasi estático sometido a pequeñas reformas graduales, el discurrir lento del tiempo, el cual aún se encuentra bajo control humano, la ataraxia emocional del que vive en un contexto sin sobresaltos, de la cuna a la tumba, sin lujos ni excesos, en una perpetua frugalidad, donde el Mercado es un dios extranjero que no exige sacrificios. Si Madrid es saltacionista, la Habana es gradualista.
(Es probable que estos dos modelos funcionen como arquetipos, y sinteticen la dicotomía política a la que siempre se ha enfrentado la humanidad desde el advenimiento del capitalismo. Se trataría de elegir cuál de estos dos ideales se aproximan más a la sociedad en la que en realidad nos gustaría vivir. En este sentido, Felipe González siempre lo ha tenido claro, y tras lograr que su partido renunciara a sus raíces marxistas y ganar las elecciones de 1982, manifestó: "Yo preferiría que me diesen un navajazo en el vientre entrando en el Metro de Nueva York a las diez de la noche, antes que vivir treinta años con absoluta tranquilidad y seguridad en Moscú")
Quizás de lo que se trata ahora, al menos para los que aún creemos en que otro mundo es posible (y necesario) es de ser conservadores, al menos en lo ontológico, pues lo primero que debemos conservar es el mundo y sus bienes comunes, y protegerlos de esa voracidad mercantilizadora que deshumaniza la sociedad, si lo que deseamos después es transformarlo. Y, además, en un plano más simbólico, porque como decía Chesterton: "El pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse".