Valentín Tomé
Res publica: La clave del loco
Dice un viejo adagio del mundo periodístico, atendiendo a la naturaleza y las posibilidades de cada uno de los diferentes medios, que la radio informa, la televisión da la imagen y la prensa opina. Esa sería la secuencia temporal de una noticia cualquiera a través de los diferentes canales: exposición de los hechos; imagen que ayude a dar un soporte visual a los mismos, así como una evidencia de su veracidad; y un análisis posterior que facilite al receptor de la información una comprensión cognitiva de lo que ha sucedido.
Centrándonos en lo relativo a la televisión, su principal fuerza radica en ese componente iconográfico que se dirige a la parte más densa de nuestro cerebro, la dedicada al procesamiento visual (un 40% de la actividad cerebral se encarga únicamente de esta función). Nuestro cerebro, al igual que el de la mayoría de especies animales superiores, está fundamentalmente orientado al tratamiento de imágenes y a la extracción prácticamente instantánea y seminconsciente de información a partir de las mismas. Es por ello que en el acervo popular se suele decir aquello de "una imagen vale más que mil palabras". Es decir, una representación visual puede transmitir ideas complejas (y a veces, múltiples) o un significado o la esencia de algo de manera más efectiva que una mera descripción verbal o textual.
Este poder casi en exclusiva que ha tenido la televisión durante tantas décadas como medio de comunicación paradójicamente apenas ha sido explotado, o se ha hecho de una manera deficitaria y torpe, sobre todo en lo relacionado con aquello que se conoce como noticias. Fíjese en un noticiario o informativo de su canal favorito, hallará que siempre se repite el mismo formato. Aproximadamente la mitad del tiempo que se dedica a cada una de las noticias se invierte en algo que es puramente radiofónico, que no aporta ninguna información visual: el presentador o presentadora, en un plano fijo, y con rostro casi inexpresivo para aparentar la mayor profesionalidad y neutralidad posible, lee en alto la información. A continuación, una voz en off acompaña alguna secuencia de imágenes que en la mayoría de los casos no aporta contenido cognitivo adicional alguno. Si no me cree, pruebe a realizar el siguiente experimento: dedíquese únicamente a escuchar de fondo un noticiario de televisión sin mirar la pantalla. Observará que en la mayor parte de las ocasiones tendrá la sensación de estar ante un boletín informativo radiofónico. Lo textual prima claramente sobre lo visual, que adquiere un carácter, en el mejor de los casos, secundario en la transmisión de información.
Pero también hay otra característica fundamental que posee la televisión en estos tiempos posmodernos, y esta tiene más que ver con las relaciones de poder que atraviesan todas las sociedades: la aversión casi absoluta a la realidad. En vano hallará usted algún contenido que se asemeje a la realidad que diariamente experimenta. La televisión trata de protegerse frente a ella creando un artificio, un simulacro en forma de realidad sublimada o hiperrealidad donde lo cotidiano o lo ordinario no tiene cabida.
Para lograr tal fin es condición necesaria previa la generación de un tabú, uno que atraviesa a todos los medios de comunicación generalistas: la violencia estructural. Es decir, aquella que se centra en el conjunto de estructuras que no permiten la satisfacción de las necesidades y se manifiesta, precisamente, en la negación de las necesidades. La más terrible de las violencias. Aquella en la que el daño emana de la violación de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar o libertad) como resultado de los procesos de estratificación socioeconómicos, y, por tanto, no tiene necesidad del ejercicio de la violencia directa.
Siendo la violencia estructural la que sufren de manera cotidiana la mayor parte de los individuos (muchos de ellos de manera inconsciente), sin embargo, no encontrará en nuestra parrilla televisiva algún programa que trate de esclarecer las causas y razones de la misma, y que ayude al común de los ciudadanos a saber identificarla. Este es un tema tabú. La violencia que se muestre en televisión será siempre de carácter directo y horizontal, claramente identificable por el espectador. A pesar de ser esta casi de naturaleza marginal en nuestro país, uno de los más seguros del mundo según todas las estadísticas oficiales (por ejemplo, según datos de la OCDE, en España la tasa de homicidios es de 0,6 por cada 100.000 habitantes, frente al promedio de 3,7 por cada 100.000 habitantes de sus países miembros), es probable que muchos conciudadanos que se informan a través de los medios generalistas, especialmente la televisión, tengan la sensación de habitar en una sociedad llena de personas ansiosas por acabar con su vida o por hacerse con todas sus pertenencias.
De esta forma, la televisión genera un artificio en el que la realidad no tiene cabida, pues la violencia estructural, para ella, simplemente no existe. De la misma manera, en la que tampoco existen el capitalismo (o en su versión medioambiental, el capitaloceno), las clases sociales o el terrorismo laboral; todos ellos tabúes innombrables. La televisión, disociada de los orígenes y las causas últimas de los problemas que atraviesan la polis, es, por lo tanto, un vehículo cultural perfecto para la antipolítica.
Pero afortunadamente siempre han existido y siempre existirán creadores de contenidos audiovisuales dispuestos a desafiar estas limitaciones. Rebeldes de las ondas hertzianas como lo fueron José Luis Balbín o Jesús Quintero, ambos nacidos con un solo día de diferencia, hijos del hambre de la posguerra, y fallecidos, sumidos en la ruina moral y el olvido, como siempre le ha sucedido en este país a todos los que no claudican ante las élites, y son fieles a sus convicciones, con apenas unos meses de diferencia.
El asturiano desde el primer momento, a través de su programa "La Clave", se propuso usar todo el potencial que ofrece la televisión como medio de masas para hacer de ella un ideal ilustrado. En él la única violencia que tenía cabida era la estructural, y aunque pueda resultar inverosímil hoy en día, en su desarrollo se contaba con la participación de verdaderos expertos en el tema que abordaban las cuestiones a tratar desde diferentes puntos de vista. Aquella gente sabía de lo que hablaba.
Y allí el tiempo se desplegaba en toda su amplitud, nadie interrumpía a nadie, y el tertuliano desarrollaba con prolijidad argumentativa sus conocimientos. Y la imagen era en él también un componente fundamental. Como introducción al debate se proyectaba una película, elegida por el crítico de cine Carlos Pumares, relacionada con la temática del debate posterior. Y por si fuese insuficiente, en una época en la que no existían las redes sociales, se hacían preguntas que enviaban los espectadores a los participantes. Y todo aquello finalizaba con una bibliografía recomendada sobre el asunto abordado, para que los espectadores pudieran profundizar en él si así lo deseaban. Aquello más que un programa, era un verdadero parlamento de sabios en la que la realidad era la invitada que no podía faltar. Sé que suena utópico, pero juro que aquello verdaderamente existió.
Claro que tanta realidad penetró en aquel plató que resultaba inevitable que todo saltase por los aires en algún momento. Demasiados tabúes violados. Demasiada Ilustración. Después de haber debatido sobre el caciquismo, las drogas, el Vaticano, la Constitución, la emigración, la psiquiatría, la contaminación industrial, el anarquismo, el marxismo, el capitalismo… durante más de 400 programas, llegó el turno de la OTAN, y aquello ya, tras una larga serie de tensiones en las que cada programa pareciera que fuera ser el último, dejó de ser soportable para nuestras élites políticas y económicas.
"En televisión no se puede hablar libremente de la OTAN ni de los socialistas", declaró Balbín a la agencia Efe el 23 de diciembre de 1985. Así se expresaba tras conocer la cancelación unilateral de su programa y su despido de RTVE en boca de su director general José María Calviño, padre de la actual vicepresidenta primera y ministra de Asuntos Económicos del Gobierno, Nadia Calviño. Faltaban menos de tres meses para la celebración del referéndum de entrada de España en la OTAN, y el Gobierno socialista no deseaba correr el riesgo de que se repitiera un programa como el emitido el 19 de abril de 1985 titulado OTAN: de salida ¿qué?. Aquel programa contó con la emisión de un documental sobre las crecientes vinculaciones de España en el esquema militar occidental, partiendo de la firma del primer tratado de amistad hispano-norteamericano bajo la Dictadura y puso especial atención en las intervenciones de Felipe González y Gregorio Peces-Barba, cuando los socialistas eran la oposición al Gobierno de UCD, entonces enérgicamente contrarias a la OTAN. Después de aquello, Balbín jamás volvería a trabajar en el ente público.
Si el maestro asturiano abrió las puertas de los platós por vez primera a la violencia estructural, el perro verde andaluz invitó a sus principales víctimas a tomar la palabra y expresarse en libertad. Los nadie, los que nunca gozaron de existencia para nuestra realidad mediática, salvo en todo caso para ser caricaturizados o deshumanizados, eran invitados a la mesa, a sentarse junto a nobles y plebeyos, en un radical igualitarismo. Gracias a Quintero, los locos, los marginados, los freaks, los vagabundos, los robagallinas, los hambrientos, los borrachos, los bohemios, los sátiros, los pícaros, los truhanes, los malditos, los iluminados, las prostitutas, los yonkies, los travestis, los noctámbulos, los tahúres, los insomnes...tuvieron voz por vez primera en las mismas condiciones que los representantes de las élites.
Se dice del loco de la colina que era un entrevistador genial, que lograba exponer bajo los focos el alma desnuda de sus invitados. Sin embargo, Quintero no hacía prácticamente nada, que es lo que debiera hacer cualquier aspirante a radiografista de almas. Sus preguntas breves, lacónicas, eran universales, es decir, eran cuestiones que cada uno de nosotros nos hemos hecho a nosotros mismos en algún momento de la vida. Es por ello que muchas de aquellas cuestiones se repetían con frecuencia en diversos invitados, en un radical igualitarismo, independientemente de su raza, credo o condición. Y por eso predominaba el silencio, porque a aquellas preguntas, como ocurre en una sesión de psicoanálisis en el que el terapeuta trata de desparecer de la escena, resultaba imposible darles una respuesta definitiva, pues en ellas estaban en juego las cuestiones más importantes de toda existencia.
Al contrario que la mayoría de los periodistas televisivos, que no permiten que el entrevistado interrumpa sus preguntas con sus respuestas, a Jesús Quintero no se le ocurriría jamás cortar la respuesta con otra pregunta hasta que el silencio la dé por finalizada. Y aunque pueda parecer paradójico en programas de ese formato, la imagen jugaba en él un papel fundamental. Un brillo en la mirada, una lágrima que trata de asomarse, un ceño fruncido en expresión de dolor, un esbozo de sonrisa, una gota de sudor resbalando por la frente denotando ansiedad… todo aquello, bajo un fondo de penumbra, aportaba una información fundamental, complementaria a la palabra hablada, para tratar de penetrar en la psique del invitado. Jesús era, sin duda, un cazador de almas.
Y al igual que su colega Balbín sufrió también en sus carnes los peligros de exponer tanta realidad en televisión. En 2007 fue censurado por otro Gobierno socialista cuando la televisión pública decidió no emitir la mayor parte de la entrevista que le había hecho al periodista José María García en la que describía su conflictiva relación con el oligarca Florentino Pérez. Al día siguiente de aquella, Quintero vio al entonces director general de RTVE, Luis Fernández Fernández, sentado con el presidente del Real Madrid en el lugar donde se toman las principales decisiones de este país, el palco del Santiago Bernabéu, y poco después recibió una llamada telefónica de su amigo el periodista Raúl Del Pozo: "Estás liquidado". Dicho y hecho. En 2008 desapareció para siempre de Televisión Española.
En su testamento de despedida el genial loco de la colina manifiesta que "pronto la colina volverá a estar animada con nuevas voces y presencias… Ahora me voy a contestar yo mismo, no sé en qué lugar, las preguntas que le he hecho durante todo este tiempo a los demás". Mientras eso sucede resuenan en mi mente aquellos versos del poeta León Felipe:
Ya no hay locos, ya no hay locos
ya no hay locos, amigos ya no hay locos
ya no hay locos, en España ya no hay locos.
Todo el mundo está cuerdo
terrible, horriblemente cuerdo.