Kabalcanty
Una carta de intercesión
"No olvides comprar el pan cuando vuelvas. Suerte" Me dice Ana y me besa en los labios llenándome con sus ojos chispeantes, incansablemente alegres . Unos metros después me detengo para observarla en la parada del autobús arrebujada en su abrigo beige. Sus formas se han redondeado, sin embargo conserva la esencia pura de la primera juventud en la que la conocí. Está preciosa.
Hoy he tenido que enfrentarme a la frontera que separa Kavaranchel del resto de la urbe. A pesar de que la mano enguantada de Ana me amparaba, he notado el desasosiego, la orfandad insondable, al atravesar la niebla. Comienza a bañarme un sudor frío y una sequedad en la boca en cuanto distingo la plazuela y el ruido empieza a ser agresivo, las personas figuras alargadas apremiadas, o el techo celeste una tapa de plomo refulgiendo un sol desnutrido. Ana lo sabe pero prefiere no mencionar el asunto para no agravar mi tensión. Soy un hombre en edad madura y de todos lados se me exige la responsabilidad que se supone debe tener un individuo de mi edad. De tal manera que bajo las escaleras mecánicas para tomar el metro y dirigirme al epicentro donde late la gran ciudad.
La casa de mi amigo tiene un amplio portal revestido de espejos. En uno de sus rincones se acoda, sobre un pequeño mostrador, un portero uniformado de mirada inquisidora. Le digo el nombre de mi amigo y me indica el piso correspondiente con un deje desganado. Como trajeado con la piel de otra persona pulso el botón del ascensor.
- ¡Hombre, Jesús! -exclama mi amigo, fundiéndose en un abrazo conmigo- ¿O debo llamarte K? - deja caer en una risita- Vaya, vaya, con sombrerito y todo, lo propio.
Ha engordado algo desde que le recuerdo en nuestra juventud pero su manera de hablar y sus ojos esquivos siguen siendo los mismos. Hace más de veinte años que no nos vemos (su mundo y el mío están separados por esa frontera que se enrosca en humareda en el último tramo de la cuesta de Kavaranchel) pero tuve que telefonearle para ver si intercedía por mí para un puesto en el almacén de unos prestigiosos laboratorios farmacéuticos. Para optar al puesto de trabajo, me dijeron cuando intenté entregar mi currículo, "es muy conveniente una carta de intercesión", transcribo literalmente.
Nos arrellanamos, uno frente a otro, sobre unos sillones de clasicismo impoluto al entorno de un lujoso despacho repleto de estanterías de madera noble soportando volúmenes de espaldas anchas y curtida piel. Tras perder el tiempo en rememorar anécdotas y nombres de amigos comunes, le expongo el motivo primordial de mi visita aderezado con la ruinosa situación de mi economía familiar.
- Ah, Jesús, Jesusito, siempre fuiste cigarra en vez de hormiga, siempre en Babia desperdiciando el tiempo de tu juventud -me dice, mientras nos sirve una sirvienta sudamericana sendos cafés con leche y unas pastas en una bandeja plateada. Me ofrece un cigarro puro, largo y muy fino, el cual rechazo. ÿl lo enciende aspirando la primera bocanada con delectación- He visto por Internet que escribes poesía y que has publicado algunos cuentos en esas editoriales de humo que rondan por ese mundo virtual. Con más de cincuenta años y sigues empeñado en ilusionarte en inconcreciones. Lo siento por Ana que debe ser la que sigue sufriendo tus veleidades. No te la mereces, de verdad que no. En fin, aquí tienes mi carta, por supuesto, que debes entregar a Don Jacinto Espinosa Gutiérrez, responsable de recursos humanos.
Me entrega un sobre en donde está impreso su nombre y número de colegiado. Le cuesta a su cuerpo inclinarse para alargarme el sobre.
- De todas formas, ya le he comunicado a Espinosa por email tu futura visita. ¿Cuando piensas ir?
Le contesto que no voy a ir aunque le agradezco las molestias que le he podido ocasionar. Me siento tan mal que le doy un diligente apretón de manos y en un pispas me planto en la puerta de salida.
En este mismo instante estoy frente al monitor escribiendo estas líneas en la rebotica de Ramón Ruiz. Han pasado varias horas desde que abandoné la casa de mi amigo de adolescencia. Me encuentro mucho mejor. Las manazas de Ramón se apoyan en mi espalda, sobre mis hombros, para decirme con su voz hospitalaria.
- ¿Escribiendo tu texto de los martes?
Asiento e intento buscar su rostro mofletudo.
- Te he traído una cajetilla de tabaco de los tuyos -manifiesta, deslizando el paquete junto al teclado- Pero ni se te ocurra fumarte ni uno solo aquí.
Atrapo su mano cuando le va a retirar y la contengo entre las mías. Su calidez me llena los pulmones de aire.
- Mariconadas las justas, eh.
Me besa la calva antes de retirarse a su puesto en el mostrador de la farmacia.