David Darriba Pérez
Treinta años
¿Alguno de ustedes cree en el destino? Díganmelo en serio… ¿Realmente son tan crédulos, tan primitivos, como para pensar en que alguien o algo juega con el designio de nuestros días? No, yo les explicaré todo… Yo les sacaré de su error, porque un día yo también caí en él…
La juventud hace tener una mente dinámica. Es el afán del curioso, del que empieza y quiere descubrir. Pero la juventud nos llena la cabeza de fantasías que, en el mejor de los casos, terminan diluyéndose con el paso de los años, tal y como me ocurrió a mí. ¡Estamos en el siglo XIX, por el amor de Dios! Un siglo próspero con una industria cada vez más innovadora que ha de mantenernos alejados de semejantes supercherías.
La noche se había tragado las calles por las que me encaminaba hacia mi casa. Contaba con veintiún años, lo recuerdo a la perfección, ya que a raíz de entonces comencé a descontar los días… Escuché unos pasos durante un largo tiempo que no se desprendían de mis talones. He de admitir que me envolvió un halo de inquietud. Era peligroso andar por ahí a esas horas en las cuales algunos desalmados aprovechan para cometer sus tropelías. Me desvié, pero el eco de las pisadas continuó; chocaba contra los tímpanos, al igual que el sonido del agua que se derrama dentro de un pozo. Me detuve y como si estuviera en su interior, levanté la cabeza, respiré y bajándola fui agarrado por el brazo derecho.
La imagen fue sobrecogedora. Pobre ciego… En el interior de sus cuencas sólo había blanco… como los ojos hervidos de los peces. Daba la impresión de mirarme a pesar de que eso resultase completamente imposible; tal vez fuese debido al instinto. Ni siquiera sé cómo pudo atinar para sujetarme el brazo. «¡Me hace daño! ¡Suélteme!», exclamé perplejo. Lejos de obedecer, apretó más fuerte. «Sólo pretendo advertirle. Aunque lo que tenga que suceder, sucederá», dijo. Después continuó: «Dentro de treinta años, una húmeda noche como la de hoy, desamparado por la luz de la luna, usted morirá apuñalado en estas calles solitarias, aquí mismo, en este justo punto y a estas horas. Ha intentado escapar de mis pasos, ¿verdad? Pues en treinta años escucharáotros y no podrá esquivarlos. La sangre teñirá el empedrado y su cuerpo no será descubierto hasta que despunte la mañana. ¿Parecen mucho treinta años? Pues créame que no opinará lo mismo cuando llegue el momento. Rece usted, amigo mío, porque únicamente Dios podrá rasgar estas hojas de su destino».
¿Pueden imaginarse los años de incertidumbre? Cuántas horas de desazón; cuántas noches despertándome entre fríos sudores tras espantosas pesadillas… Pero, ¿saben?, la madurez asienta la cabeza. Pobre ciego… Un pobre loco es lo que era. ¿Qué habrá sido de él? Es curioso lo que puede cambiar el rumbo de la vida tras una conversación de unos pocos segundos. En cambio, hoy es el día de su profecía y no tengo más que esquivar esas calles para que no se cumpla. Ahora, señores, he de dejarles. Iré a mi casa por otro camino, aunque tarde más. O no… ¿Con qué motivo? Así les demostraré que el destino no es ni más ni menos aquél que tomamos nosotros mismos a cada momento. Señores…
No deja de ser una noche extraña. Una percepción de lo más normal si tengo en cuenta que gran parte de mi vida he estado esperando este instante. Estas calles siguen igual de oscuras que antes. La pobre y amarillenta luz de los faroles se dispersa sin centrarse más que en lo que tienen justo debajo. Ni un rayo de luna… ¿Qué son esos pasos? Se acercan, cada vez más acelerados. He de tomar otro camino, el camino que tomé hace treinta años ahora que recuerdo. El sonido al pisar los charcos me delatan. ¿A qué se deben tales jadeos? ¿Qué brilla en esa esquina?