David Darriba Pérez
El ritual
El sacrificio se efectuó tras un largo preludio. Después de éste aún continuaron con los cánticos capaces de hipnotizar a cualquiera que lo pudiera presenciar. El cuerpo de la mujer, con el gesto desencajado y lleno de pavor, yacía inerte en el altar rodeado de un gran charco de sangre. Bebieron la que había en un cáliz que se fueron pasando los unos a los otros; resbalaba por sus cuellos debido al ansia de los tragos y de la abstracción, tiñendo la parte superior de las túnicas y de la carne descubierta. Al llegar el turno del periodista ni siquiera pudo arrimar los labios. Veía un lagrimeo rojo que se desteñía en las paredes. Se le escurrió de las manos temblorosas y el sonido del oro contra el suelo retumbó en la estancia. Vino el silencio… Supo desde un principio que aquel reportaje no saldría bien. Era demasiado peligroso y en ningún momento se le pasó por la cabeza el que esos hombres acabaran con la vida de una persona. La única luz emitida por los velones la convirtieron en una escena más macabra si cabe: hacían parpadear las figuras alargándolas o recortándolas a su antojo entre el intenso olor a cera. Maniataron al hombre y desaparecieron con él sin dejar rastro.
Fue en vano el esfuerzo de la policía y el de sus compañeros por encontrarlos. Como si nunca hubieran estado ahí, como si nunca hubiera sucedido nada. Se los había tragado la tierra… de la cual seguramente provenían. La redacción era una tumba y así continuó pasadas unas semanas hasta que hubo una llamada. Una llamada devastadora, una llamada fuera de toda lógica y desbordante en su brutalidad. El redactor jefe estaba presente cuando el periodista que atendió el teléfono no cesaba de hacerle señas. Casi lo dejó caer al ser colgado. Se quedó blanco y con la mirada perdida en la pantalla del ordenador como si pudiera hallar una solución en ella.
—Van a sacrificarlo —habló con la voz temblorosa.
—Ya me encargo yo de llamar a la policía…
Era una noche gris. Una llovizna mojaba el asfalto a la luz de las farolas. Hacía frío o tal vez fuese la sensación causada por la humedad... Al aparecer su cadáver, la conmoción se apoderó de todos. Un fino y largo tajo en el cuello, atadas las manos a los pies que apuntaban a su espalda y con varias moscas zumbando a su alrededor. Una incesante gotera caía en su zapato ya descolorido.
El entierro fue multitudinario agolpándose la gente en la puerta del cementerio. No pudieron entrar más que familiares, amigos y compañeros por petición expresa de la familia. Introdujeron el ataúd en el nicho, justo debajo de su padre. De ahí caían los pétalos ya secos de unas rosas. El sonido del roce contra el cemento; las miradas perturbadas; el llanto de la madre; los albañiles sellando aquel fóbico túnel impidiendo el más mínimo resquicio de luz.
Ese mismo día por la noche, de exactamente un año después, alguien entró en el cementerio. Despuntando la mañana, el guardián descubrió la tumba profanada y pintada con unos extraños símbolos, algún que otro hueso dentro de un círculo de velas y el cráneo utilizado como cuenco al lado de un perro muerto. Unas terribles náuseas le vinieron desde la boca del estómago.
«¡Si tal era tu deseo, Dios, reniego de Ti como hicieron los que asesinaron a mi hijo!», no paraba de pensar la madre.