David Darriba Pérez
Después
Completamente inmóvil, tumbado en la cama boca arriba, sólo obedecían mis ojos que procuraban rastrear todo aquello hasta donde podían llegar. Nada importante por ser descubierto: el blanco techo con la mancha de algún mosquito aplastado; la mesita de noche en la que había dejado el anterior día un vaso de agua y la caja ya vacía de un medicamento; la puerta prácticamente desaparecida de mi campo de visión… Sentí resbalar el sudor por mis sienes, introduciéndose en uno de mis oídos. Ni siquiera el impertinente cosquilleo hizo reaccionar a mi cabeza que continuaba estática. Entré en pánico, pero tampoco era capaz de articular palabra alguna ni de gritar. Sólo un inaudible sonido proveniente del pecho se escapaba de mi garganta. Tuve la certeza de que aquella mañana iba a morir y no me equivoqué…
Mi consciencia se desprendió del cuerpo como la piel muerta. Fugado el estertor regresó la movilidad hasta el punto de sobrevolarme. Una sensación de desahogo envuelta en una incertidumbre feroz se hizo presente de inmediato. Demasiado apego a aquella materialidad que se iba alejando como el tren perdido o la mariposa que abandona la crisálida. Vi cada rincón de mi cuarto; rincones insospechados ahora descubiertos. Parecía imposible que en esos miserables metros cuadrados pudiera encontrar nuevos espacios. La amplitud desde esta perspectiva es semejante a la visión que tenemos de las cosas en vida: si no hay tal perspectiva seremos jueces sin rigor, ciegos que palpan para no tropezar. Y ahí me encontré observando el cuerpo que fue mi casa; el cuerpo que algún día se mostró ágil y lleno de vigor y por el cual fluía la sangre como el río que reverdece su ribera; el cuerpo que en los peores momentos al menos se movía obedeciendo al cerebro. El gesto torcido que se mostraba en un primer plano, ahora denotaba un apaciguamiento en esta otra realidad en la que despertaba.
Entró mi mujer. No podía creer lo que vio. Sus lágrimas caían sobre mi tez todavía caliente. Agarraba mi cara con sus dos manos y me hablaba esperando una respuesta que no llegaba. Salió rápido del cuarto dando un gran portazo para regresar unos minutos después. Sonó el porterillo y volvió a irse. Vino acompañada por unos hombres con chalecos reflectantes. Estaba nerviosa. Uno de ellos la sacó de allí. Una inyección; una máquina con un pitido continuo; un médico presionando mi pecho; una sábana cubriendo mi cabeza… Se ausentaron de allí y tras unos segundos el grito inevitable amortiguado por las paredes. Shhh, tranquilo… Ya pasó y aquí sigues, de otra forma, pero sigues.
Después todo quedó sembrado por la gravedad del silencio. Mi mujer me contagió su tristeza y fue entonces cuando quise regresar a mi cuerpo. Ya no pude. Demasiado tarde… Me resigné. Tarde o temprano hay que pasar por semejante trance y esta supuesta oscuridad es todo luz. Una luz que me agarraba, que me arrastraba. Una luz agradable y misteriosa que se quería fundir conmigo. No me sentí en una nube porque la nube era yo: ligero, capaz de comprender cosas que siempre me había preguntado y que en esta ocasión se descubrían sin más. Pero una mano se posó en mi hombro terminando con tales sensaciones. Ni hizo falta girarme para saber que era ella. «¿Qué haces aquí, amor mío? ¿Por qué…, por qué no has podido esperar tu momento?». Aún no había caído una sola pala de tierra sobre mí y ya se iba extinguido la maravillosa luz llevándose consigo el rostro de mi compañera. Su cabello se movía despacio como si estuviera dentro del agua. Desapareció de forma definitiva y únicamente rogué que no fuera para toda la eternidad.