Kabalcanty
Siempre hay cadáveres prescindibles (3ª parte)
Cuando el sonido bronco del motor del Seat Ibiza cesó, Baldomero fue el primero que salió a escape del automóvil. Parecía aturdido porque se barrenó los oídos varias veces con el dedo índice.
— No sé cómo aguantas el ruido a lata de este cacharro- dijo asentado sobre la acera que orillaba el Parque Sur- ¿Cuántos años tiene el bote?
K. prendió un pitillo saliendo con esfuerzo del coche.
— Pues veintiséis añazos. De sobra lo sabes tú, pejiguera.
— Claro, tú la ITV no sabes ni lo que es y te importa un comino la ignorancia.
K. ayudaba a Frutos a salir de la parte trasera.
En la entrada del parque se veían numerosos corredores, ciclistas, chavales con camisetas deportivas portando una bolsa de red repleta de balones aprovechando la temprana hora de la mañana. La vetusta arboleda les impedía alargar la vista más allá de la entrada y sólo el rumor sobre la arena o el jolgorio predisponiendo un partido de fútbol les llegaban del interior en oleadas alternas motivadas por algún que otro auto que rodaba por la calzada.
— ¿Cerraron el polideportivo? -preguntó K., ajustándose el sombrero sobre la frente.
Frutos negó con la cabeza antes de hablar.
— Quieren hacer un gimnasio de lujo, privada, con piscina invernal y mierdas de esas para culitos prietos de esos que tanto les gusta a algunos jovenzacas.
Iban bajando, paralelos al seto perimetral del parque, hacia la chabola de Mésio.
— Hay metidos varios concejales del PP en el ajo -dijo Baldomero en tono desaprobador- El caso es hacer negocio aunque les quites a la chavalería espacio para darle patadas al balón. Así anda el patio, me cago en diez.
La barraca de Mésio todavía humeaba. Varios de los trastos que contenía la chabola se desperdigaban por el césped. Reconocieron el pompón del gorro de lana del fallecido, ahora cual pequeño proyectil de cañón medieval, y cerca la libreta de poemas chamuscada que le regaló Senén. K. se agachó a recogerla para que se deshiciera en sus manos soltando una hilera de ceniza blanquinegra. El olor del fuego se mezclaba con la humedad propia del parque emitiendo un aroma dulzón.
— ¡Mirad, el camping gas no ha estallado!
Dijo Frutos exaltado, yendo a su encuentro.
— Ten cuidado, Frutos, que lo mismo quema todavía. -le advirtió Baldomero que se tapaba la nariz ya que había estornudado un par de veces.
K. se alejó observando los alrededores. Escudriñaba el suelo con detenimiento tirándose de la cazadora para ajustarla inútilmente a su barriga. Miraba y remiraba sin hallar nada que le sirviera de ayuda.
— ¿Qué buscas? -preguntó Baldomero- ¿Los tres pies del gato?
Se agachó para coger un mechero de plástico. Lo limpió de barro con las manos y descubrió un logotipo impreso: "Francachela". El mechero todavía tenía bastante gas y no estaba oxidado ni demasiado sucio, de hecho funcionaba.
— Me lo quedo.
K. se guardó el mechero en el bolsillo del vaquero.
— ¿Una pista, señor Plinio?
Baldomero echó una risa tras su pregunta.
Frutos cargaba con el camping gas como si fuese un trofeo.
— Es el recuerdo mejor que tendré de él -dijo, apretándolo contra la mugre de su guayabera.
Deambularon un rato más hasta que entendieron que nada de lo que allí quedaba servía. Acordaron ir a tomar unos cafés al bar de Paco en la calle Abrantes.
— ¿Creéis que la familia pasará de enterrarle? -dijo K.- Tenemos que enterarnos para, si llega el caso, hacer una colecta en el barrio.
— De eso nastis. Si su familia se hace la loca, nosotros a apoquinar. Y ahora que lo dices, urge enterarse de lo del entierro.
Aseguró Baldomero mientras pateaba una lata de cerveza bajo el bordillo.
— Hasta ahí podríamos llegar, no te fastidia, que el pobre se quedase sin sitio. -dijo Frutos sofocado, después de dedicarles unas toses perrunas.
El bar de Paco, en realidad llamado "El Faro", estaba casi desierto a aquellas tempranas horas de domingo. Algún que otro parroquiano tomándose el "chispazo" de rigor y unos jóvenes apurando el fin de la noche.
— Buenos días, Frutos y compañía -dijo Paco desde detrás de la barra con acento dicharachero.
Pidieron tres cafés y unos churros y se fueron a sentar en una mesa junto a la cristalera con vistas a CaixaBank. El bar tenía varios aparejos propios de la pesca en alta mar y fotos variadas de paisajes marinos gallegos.
— Paco es "gato" pero sus padres eran de Muxía, pueblo de pesca.
Les explicó Frutos. Este tenía un tic en el ojo derecho que le procuraba un guiño antojadizo que tenías que interpretarlo en función de la charla.
— ¿Cómo se apellidaba Mésio de segundo? -preguntó K.
— Acebal Ríos -contestó raudo Frutos.
— Podías preguntar lo del entierro de Mésio a Isidoro, eh. -le sugirió K. a Baldomero.
Se quedó unos instantes pensativo. Dejaba fija la mirada, como ausente, observando el techo o sus pies, luego lo normal era que tirara de móvil. Esa vez fue normal.
— Coño, pues sí. Es un poco pronto pero Isidoro es de los que madrugan. Trabaja en Santa Lucía pero supongo que no será ningún esfuerzo mayor enterarse qué pasa con el cadáver, aunque no lleve el tinglado su compañía.
Se alejó de la mesa.
K. también sacó su teléfono y comenzó a teclear en Google.
Llegó Paco con los desayunos. Les limpió la mesa con un trapo de rejilla.
— ¿Cómo le va la vida al señor del sombrero? -preguntó al tiempo que se afanaba en la superficie de la mesa.
— Ni fu ni fa ni todo lo contrario -contestó K. sin dejar de mirar la pantalla.
— Siempre con en sus chascarrillos -comentó Paco sonriendo- Por cierto, ¿dónde has aparcao a tu colega? Me ha extrañao nada más verte entrar.
Frutos le contó la noticia con gesto atribulado. Narraba frunciendo la nariz y manejando sus dedos sarmentosos a la manera de dibujar sus palabras en el aire.
— ¡Rediós, me dejas helao! -exclamó Paco, secándose la frente con el mismo trapo de rejilla- Pero ¿ha sido intencionao? Si precisamente antes de anoche estuvo aquí con sus recitaciones. Bueno, qué leche, si estabas tú.
Al tiempo que Frutos seguía explicando, K. pareció hallar algo concreto en su móvil. Tecleó alguna palabra y una imagen nueva se colocó en la pantalla. La estudió con detenimiento, sin escuchar la charla de los otros. Sacó una vieja libreta, en cuya portada estaban impresas dos palabras Bar Prieto, y extrayendo de una fundilla lateral un pequeño bolígrafo garabateo La Francachela, Restaurante Bodegón, Av. De Viñuelas, 52, Tres Cantos.