David Darriba Pérez
Querido hogar
Desde luego aquel era un día extraño. Salir por la puerta y encontrarte nuevamente en tu casa no es nada común. Lo intentó en varias ocasiones y, nada, que no había forma. No es que eso le importase demasiado, pero necesitaba ir con urgencia a la tienda para comprar unas pilas. Se le habían agotado a su transistor y no podía vivir sin él. Incluso si no lo ponía por la noche, era incapaz de dormir. Muchas veces amanecía con el aparato encendido en ese punto en el cual las voces se vuelven desagradables… Así que dándole muchas vueltas a la cabeza, se le ocurrió la idea de escapar por la ventana. Vivía en un primer piso y no le resultaría muy complicado descolgarse hasta la calle o, al menos, eso imaginaba. Pero tampoco surtió efecto. Al verse ya con los dos pies fuera, volvió a encontrarse en su casa pisando la desgastada alfombra. Estaba encerrado. Ahí empezó a preocuparse realmente. La nevera no se encontraba muy llena y la despensa prácticamente la utilizaba para amontonar trastos. Alguna lata, un paquete de macarrones a la mitad… Haciendo cálculos, no le llegaría para más de dos semanas y racionándolo todo hasta el extremo. Tras ese tiempo, desconocía lo que puede sobrevivir un ser humano sano.
A pesar de tal inconveniente, lo que no se quitaba de la cabeza era el dejar de escuchar sus programas favoritos. Tal vez tuviera la culpa aquel de misterio que escuchó la pasada noche; como si hubiese servido para hacer algún llamamiento extraño. No es nada descabellado pensar en esto e incluso sea lo más lógico. Las noches son mágicas y pueden llevar a sucesos semejantes. Con la voz cavernosa, retumbando en el silencio, ya le decía uno de sus tíos:
«Cuando llega ese duermevela, cuídate. Se abren puertas insólitas que desconocemos y quién sabe si al traspasarlas no quedamos encerrados». Pero él era pequeño y aunque intentaba prestarle atención, no comprendía nada de aquello que contaba; únicamente sentía miedo. Y así se encontraba ahora: encerrado, en su propio hogar. E intentaba hacer memoria sin llegar a recordar más sentencias de su tío que le pudieran resultar de cierta utilidad en aquel trance.
«Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce», contaba los pasos desde su dormitorio a la cocina. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete», le salieron a las dos horas. «Uno, dos y tres». Imposible por completo. Imaginó haber perdido el juicio. Le faltaba el aire a sus pulmones oprimidos. ¿También su casa se hacía más pequeña? Sin embargo, siempre era capaz de llegar hasta la cocina y regresar sin perder el espacio.
«¿Y si llamo al supermercado para que me traigan la comida a casa? Si después salgo acompañado del repartidor, tal vez consiga huir de aquí», habló para sí mismo. No se demoró más y cogiendo el teléfono marcó el número.
—¡Supermercado! —gritó alguien al otro lado—. ¿Vienen a rescatarnos?
—¿A quién debo rescatar? No, yo sólo llamaba para hacer un pedido.
—¿Un pedido? ¡Oiga, estamos atrapados! ¡Y también la policía! ¡Y los bomberos! ¡Y todas nuestras familias! Usted…, ¿usted no lo está? ¿Puede ayudarnos? ¿Puede sacarnos de aquí? ¡Conteste!
Colgó el teléfono sin decir ni una palabra, despacio, con la mirada perdida más allá de la ventana. Se levantó aproximándose a ella. Centró la visión a través del inexpugnable cristal. No lo había advertido hasta ese instante. Las calles estaban vacías. Ni un alma. Nada más que un par de gatos callejeros porque ellos vivían allí. Ronroneaban. Como si hubiese llegado el fin del mundo, se dejó deslizar por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Cerrando los ojos, rezó. Sólo cabía esperar a ser escuchado o, al menos, eso: esperar sin saber muy bien a qué. Al fin y al cabo era probable que aquel lugar fuera más seguro que el exterior.