David Darriba Pérez
Sólo por unos segundos
- Piri piri priiiiiiiiii piri, pi pi pi priiiiiiiiii - dijo el jilguero de cuerpo rojo al jilguero de cuerpo amarillo.
- Pipo pipo piri briiiiiii, priiiiiii - contestó el otro jilguero.
Pero es aconsejable el empezar a traducirlos para no perder el hilo de la conversación (si es que alguna vez lo has tenido), a no ser, desde luego, que seas un experto en el idioma de estos plumíferos.
- Pues yo soy de la opinión, colega - continuó el jilguero de cuerpo rojo - , que deberíamos escapar de esta jaula. Salimos de aquí por alas y si te he visto no me acuerdo.
- Amigo mío - replicó el de cuerpo amarillo -, eso es una auténtica locura. Ahí afuera no duraríamos vivos ni dos minutos. Hemos nacido en una de estas jaulas y ya estamos acostumbrados a que nos den el alpiste de la mano.
Y si por necesidad tuviese que empezar ahora a alimentarme de insectos… Sólo de pensarlo se me revuelve el estómago.
- Nuestra especie nunca tendría que haber perdido la libertad. Esa chica horrible nos mantiene en cautiverio sin habernos abierto nunca la puerta para que tomásemos nuestra propia decisión.
- No es más que una niña. Es buena con nosotros: nos da de comer y beber, limpia la jaula y, si nos dejamos, acaricia nuestras plumas. Vaya carita que pone cuando lo hace.
- Pareces tonto, tío. Te hacen unas cuantas carantoñas y te derrites. Yo, sin duda, me las piro. Será más complicado sin ayuda; sin embargo, lo intentaré en cuanto la cría venga a limpiar esta cárcel.
El jilguero de cuerpo amarillo quedó pensativo. Quiso recordar a sus padres, pero, apenas salió del cascarón, fue separado de ellos a los pocos días. Es cierto que le venía a la mente alguna imagen difusa de su madre: el cosquilleo que le causaba en alguna de sus alas con aquel blanco y afilado pico; el calor de su cuerpo; el breve vuelo hacia el otro extremo de la jaula… Detalles, nada más.
La había olvidado casi al completo. Luego, un día, desapareció sin más. ¿Seguiría viva? Ni llegaba a hacerse la idea del tiempo que vive un jilguero. Su percepción de la muerte no pasaba del conejo que estuvo pudriéndose durante días entre unos matojos hasta que el olor lo delató. Los padres de la niña lo recogieron con un pañuelo en la nariz. Las moscas se alejaban para regresar al instante. De todas formas poseía ese instinto del que dota la naturaleza y, si bien desconocía cuánto vive un jilguero, sabía que seguía siendo joven, estaba sano y todavía no era tiempo de pensar en ello. Aun así, seguía haciéndose la pregunta: «¿Seguirá viva mi madre?».
- Está bien -dijo-, puedes contar conmigo. Tú saldrás primero mientras la distraigo. Después iré yo. Tendremos que ser rápidos, nada más que abra la puerta o no lo conseguiremos.
Llegó la niña haciendo mover sus trenzas pelirrojas a la carrera. Subió un gancho para abrir la portezuela y el jilguero de cuerpo amarillo, abalanzándose sobre una de sus manos, la picó repetidamente. Su compañero extendiendo las alas, levantó el vuelo; se confundieron todos sus colores... Escapó rápidamente de la jaula y su minúsculo cuerpo eclipsó al Sol por un instante. Al advertir que su amigo seguía en ella, quiso esperarlo posándose en el primer lugar que encontró. Era un cable de alta tensión. Algunas plumas garabatearon el horizonte. El jilguero de cuerpo rojo cayó desplomado en el cuidado e intenso césped verde. Un golpe seco, casi imperceptible. El de cuerpo amarillo lo miró fijamente y permaneció paralizado entre los barrotes. «Yo, sin duda, me las piro», seguía escuchando. Aunque sólo por unos segundos, consiguió la libertad. Sí, lo había logrado.