David Darriba Pérez
Una insólita visita
Fui al patio casi arrastrando los pies. Subí a la escalera y miré a través del tragaluz. El sol me deslumbraba dependiendo de si movía la cabeza unos centímetros o no. Las pinzas de tender la ropa se esparcían a lo largo del tejadillo de uralita y, alargando la mano, me dispuse a retirarlas y a arrancar los hierbajos que crecían a diestro y siniestro. Bajé para coger una escoba. Subí nuevamente intentando llegar lo más lejos posible con ella. Algo hizo pararla y froté con todas mis fuerzas.
— ¡Ay! — escuché al conseguir librar el obstáculo.
Saqué la cabeza por el tragaluz. Mis ojos se abrieron como platos al ver lo que vi. Creí por un momento que se trataba de una ilusión óptica producida por el sol.
— ¡Coño, un gnomo!
— Un duende si no te importa — me recriminó aquel personaje —. Me has hecho daño. Mira, estoy sangrando.
— Vaya, lo siento... Nunca imaginé barrer a un duende encima de mi uralita. Entra si quieres y te hago las curas.
— Es un detalle por tu parte — dijo a la vez que flexionaba sus piernas para dar un gran salto que le hizo aterrizar en el suelo de gres —.
Yo también bajé y fui a por agua oxigenada, un antiséptico y tiritas. Apunté el chorro de agua oxigenada a su herida. Un estridente alarido escapó de su garganta. De la ancha y alargada nariz brotaban unos enormes pelos cobrizos que se unían al bigote blanco. La barba cubría el pecho huesudo y sus puntiagudas orejas sobresalían de un enorme gorro. Aquella deformidad me hizo apartar la vista de él en varias ocasiones.
— Siempre pensé — le dije —, que erais el producto de la imaginación de algún vejete solitario.
— Pues, o bien estabas equivocado, o te estás volviendo tarumba.
— No creas que no descarto esta segunda posibilidad. Llevo unos días escuchando unas voces extrañas y cuando uno vive solo da que pensar.
— ¡Quita, hombre, quita! Esas voces son de un sobrino mío que se coló en tu casa el otro día.
En ese instante asomó tras una esquina el gorro del susodicho.
— ¡Chivato! — escuché al otro duende que ya hacía acto de presencia por completo.
— No le temas — dijo su tío —. Es muy revoltoso, pero en el fondo no deja de ser un cachondo. Una vez nos metimos en una casa y para asustar a la pobre anciana que allí habitaba, se le ocurrió imitar la voz del difunto de su marido. Tendrías que ver a la pobre señora corriendo como alma que lleva el diablo, gritando y rezando hacia la salida. ¡Lo que nos pudimos reír! Claro, la señora no regresó y nos tuvimos que marchar de la casa porque aquello se hacía muy aburrido.
— Pues no sé… No le veo la gracia en ir asustando a la gente.
— Eso lo dices porque no eres un duende — dijo el sobrino del otro.
— Probablemente…
— Si lo fueras — continuó —, sabrías de lo que te estoy hablando. La vida hay que tomarla con humor. Cuando conseguimos lo que queremos, buscamos otra casa y así es más divertido. Y no creas que no tenemos nuestro propio hogar. Bajo los árboles de los bosques somos felices. Pero estar atados a un lugar no es para nosotros… Sí, la tierra es nuestro hogar y venir a lugares como éste, es como para vosotros salir de paseo al campo.
Ahora los rayos de sol incidían furiosamente sobre el tragaluz, casi espesos como la lava y buscando tocar las caras de los duendes.
— Vámonos, sobrino. Este hombre no tiene nada que nos interese y acabo de ver un san Patricio encima de aquella mesilla. ¿Sabes que una de esas figuras — dijo dirigiéndose a mí —, anula nuestros poderes? Vámonos sobrino, que no somos muy amigos de la claridad del día y hace un sol de justicia. Podemos irnos por la bajante del inodoro y salir por el alcantarillado. Sí, creo que será la mejor opción. ¿El baño, por favor?