David Darriba Pérez
Los últimos doce días
La miraste cara a cara. Pero no pude sostener esa mirada más de unos segundos. Ni la palabra mejor escogida hubiera sido más explícita. Musitaste su nombre; no sé si llegó a oírlo. No, no lo oyó. Esas cosas se notan por algún gesto o movimiento. En cualquiera de los casos de nada habría servido. Pasó lo que tenía que pasar. ¿Lo podría haber evitado? Probablemente sí. ¡Cobarde, eso es lo que eres, un mísero cobarde! Lo soy y me desprecio por ello; si en aquel momento no lo hubiera sido, tal vez hoy, tal vez ahora… No es tiempo para lamentos, sólo conseguirás martirizarte más. Y será mi merecido. Y lo acataré.
¿Recuerdas cuando la desnudabas con la mirada? ¿Recuerdas cuando la conseguiste? ¿Recuerdas los últimos doce días? Recuerdo. ¿Recuerdas sus lágrimas? ¿Recuerdas cuando te miró por última vez? ¿Recuerdas aquella ventana abierta? ¡Recuerdo! ¡Recuerdo! Sus cabellos parecían los pétalos de una flor jugando con el aire y tú únicamente la contemplaste enmudecido. La flor se marchitó. El estruendo al caer sobre aquel coche hizo que cerrases los ojos. Luego los abriste y las lágrimas quedaron atrapadas en algún lugar recóndito.
Todo sucedió tan rápido… Nada de esto habría pasado si los últimos doce días hubieran sido borrados de mi vida, de un plumazo, así, con un chasquido de dedos. Seguiría siendo feliz como lo fui hasta entonces. Un pequeño detalle, una decisión u otra, pueden cambiar el transcurrir del futuro.
El primer día, nada más llegar al trabajo, te presentaron a la chica nueva. Su voz era muy dulce. Un dulce susurro que envolvía todo. El segundo día la invitaste a un café de máquina; no era un mal café para ser de máquina. La seguías instruyendo en la política de la empresa mientras soplabas sujetando con cuidado el vaso de plástico. El tercer día supervisabas lo que hacía en el ordenador, de pie, ligeramente encorvado y apoyándote en el respaldo de su silla. Te dejabas inundar por el olor de aquel perfume que desprendía cada poro de su piel. El cuarto día ya la defendías ante el jefe. Que si acababa de empezar, que si tuviera paciencia, que apuntaba buenas maneras y aprendía rápido… El quinto día descuidabas tu propio trabajo con tal de que el suyo saliese perfecto. "Es un gran compañero, no hay duda". "Sí, pero menuda bronca se acaba de chupar por serlo", se escuchaba a lo largo de los pasillos. Aquella luz a punto de fundirse parecía un mal presagio. El sexto día ella se deshacía en agradecimientos rogándote que no pusieses en riesgo tu puesto. No hiciste caso. El séptimo día era domingo. Librabas y no podías parar de pensar. Tuviste que salir a la calle para tomar aire fresco y poner en orden las ideas que martilleaban tu cabeza. El octavo día la sonreíste nada más verla. Un escalofrío recorrió el cuerpo produciéndote una sensación placentera. Al noveno la invitaste a comer fuera de la oficina. Te devolvía miradas cómplices. El décimo día… ¡Calla! El décimo día sus pelirrojos rizos ya caían sobre tu cara, sobre tu pecho, sobre tu…
¡Lloras! ¿Ahora sí lloras? De arrepentimiento. El undécimo día fuisteis sorprendidos en el lecho conyugal; en el que tantas veces jurabas amor eterno. El doceavo… ¡Basta! ¡Basta! ¡No quiero recordar el doceavo día! Recuerdas… Recuerdo… Llegar tarde no fue lo peor. Lo peor fue que quisiste llegar tarde. Y llegué tarde y mis manos quedaron manchadas. Terriblemente manchadas de sangre.